Por: Salvador Munguía
Ixtlán de los Hervores forma parte del Bajío Michoacano, se ubica entre las subregiones geográficas del Valle de Zamora y la Ciénega de Chapala. Está delimitado por un cerco de cerros que combinan llano y montaña. Sus tierras planas son cruzadas por el río Duero, afluente del río Lerma.
Aunque para algunos, Ixtlán es más bien parte de la Ciénega, no obstante para otros, Ixtlán es parte del Bajío Zamorano. El problema es que la mayoría de las tierras que ahora pertenecen a diferentes localidades del municipio alguna vez fueron parte del lago de Chapala antes de su desecación. Por eso no es erróneo ubicarlo en una u otra. A que viene todo esto, que algunas incertidumbres originan pleitos, peleas, diferencias. No falta algún ejidatario gandalla que se aproveche de la situación y afirme poseer más de lo que le pertenece, y obvio otros son los perjudicados. Aquí es donde entro yo. Abogado de profesión. 7 años como secretario de acuerdos en la Procuraduría Agraria me avalaban. La justicia y la honradez como mis principales virtudes. Hasta que apareció Juana a mi vida.
Llegué un medio día de un domingo cualquiera. Las campanadas de las doce de la iglesia de San Juan de la Lagunas sonaban de manera escandalosas. Familias enteras, mujeres recién bañadas, hombres sombrerudos, medio pueblo, se preparaba para escuchar los sermones del padre Pizarro.
Me hospedé en el Refugio, un hostal más o menos decente para alguien que viene por vez primera desde la capital. El lunes, a través del presidente municipal, que ya me esperaba, pude reunirme con la gente inconforme. Así pues, a las 9 de la mañana en la biblioteca pública estábamos los que teníamos que estar. Ahí estaba don Chame, el alcalde Herrejón, el comandante de la policía, conocido simplemente como El Tuerto –a pesar de que tenia los dos ojos--, doña Hortensia, viuda del ”Maromas” ─un narco que fundo la banda de delincuentes conocidos como los “Canelos”─, doña Pachita Rendón, Zenaida, Filemóna, la señorita Armandina y Juana. Me sorprendía que la mayoría de los quejosos fueran mujeres, ─dispuestas por cierto, a resolver el asunto a escopetazos─. Pero para evitar cualquier altercado lamentable, mis servicios habían sido contratados. De entrada, la tarea sonaba bastante sencilla, escuchar sus peticiones, darles una pronta solución, cobrar y listo, y claro evitar a toda costa que se derramara sangre. Pero una cosa es tratar con hombres, y una muy distinta es arreglártelas con féminas. Las cuales por cierto, terminan por complicarlo todo.
Pronto el alcalde Herrejón me advirtió:
─Póngase buzo mi lic. Aquí los huercos andan en el norte, es un pueblo lleno de puras viejas, con hartas necesites mi lic., pero ay que andar con cuidado, así como son de bonitas, son recabrónas… ya lo verá… no lo olvide.
─Que pasó señor alcalde, vengo a trabajar. A resolver otro tipo de necesidades.
El alcalde en algo tenía razón, en todas estas localidades hay un mayor número de mujeres que hombres, un factor de influencia sin duda es la intensa migración a Estados Unidos. Juana no era la excepción, su esposo Juvenal trabajaba no sé en que ciudad del país vecino, construyendo carreteras seguras. Juntos eran dueños de 5 hectáreas, 2 de ellas en conflicto.
Me enamoré no la primera vez que la vi, sino la segunda, el día que fui a recoger unos papeles a su casa.
─Hágame el favor de pasar licenciado. Un vasito de agua de limón.
─Si me hace favor Juanita.
─Nomás déjeme terminar de bañar a Juanito.
─ ¿Su sobrino?—la respuesta yo ya la conocía.
─No licenciado, mi hijo, Juanito se llama, tiene 5 años.
─¿A los cuantos años lo tuvo? Es usted muy joven —Juanita tenía cumplidos 22 años─.
─Eso no se pregunta licenciado.
Guardé silencio y recorrí de manera discreta la sala. Tenía una sed agobiante, fatal. No podía esperar a que Juana terminara sus tareas de ama de casa. Caminé en busca de la prometida agua de limón. Atravesé un gran altar de la virgen de Guadalupe que sobresalía en la antesala. La apetecida jarra de agua se encontraba en la cocina, me empiné dos vasos, como testigo un cristo color negro, me observaba apacible. Caminé de nueva cuenta hacía la sala. Sobre el muro, una foto color sepia de una anciana muerta con los ojos pelados resaltaba grotescamente, al otro costado, fotos de un niño color rosita, recién nacido. No podía faltar, una extensa foto de marcos dorados de Juana y su esposo del día de su boda. Sobre la mesa de centro, unos muñecos de porcelana relucían brillantes, entre éstos existían algunos portarretratos, había una de un joven en primer plano, de casquete corto, encima de la cajuela de una camioneta y una cerveza budweiser en una mano, al fondo una bonita pradera. Pero en la repisa había un tesoro visual, una colección de fotos de Juanita: cuando fue quinceañera y en lugar de pechos tenia dos amables duraznos, una graduación de no sé qué. Las mejores eran las que tenía al lado del joven de casquete corto, las de su luna de miel –supongo─, luciendo un espectacular cuerpo, unas tetas ya crecidas, un abdomen plano, sin un gramo de más, unas largas y torneadas piernas. Otra resaltaba su hermoso rostro con un close ups. Mi favorita era una en blanco y negro, donde ella corría hacía el lente del fotógrafo, con el cabello suelto y un vestido ajustado a sus caderas.
De pronto, Juanita comenzó a conversar con su hijo, al cual estaba secando a la orilla de la tina, de momento, no entendí aquella extraña (y sugestiva) conversación:
─Juanito dile al licenciado que deje de ver las fotos y que mejor se meta a bañar con tu mamá, le hace falta, míralo está muy acalorado. ─Juanita continúo:
─Juanito, apoco no está bien guapo el licenciado. No te gusta pa papá. ─Juanito afortunadamente, no ponía atención a la loca conversación de su madre, él seguía entretenido jugando con sus monitos─.
Sobresaltado y sorprendido contesté:
─Que cosas tan raras dice Juanita, me está poniendo nervioso.
En verdad el calor era insoportable, seco, humillante, bebí otro vaso de agua de limón a la brevedad. Mientras tanto, Juanita secó, cambió y durmió a su hijo. Tras unos minutos y enfundada en un corto vestido color aguacate, se dirigió a mí. Sus ojos avispados color miel, su nariz respingada, sus labios rosáceos, carnosos, su piel radiante y sus prominentes nalgas, hicieron de mi respiración una revolución de inhalaciones y exhalaciones jadeantes. A escasos centímetros de mi boca, me pidió suavemente que le quitara el vestido color aguacate. No sabía si estaba imaginando por culpa del estúpido calor, si el agua tenía algún afrodisíaco, si me estaba volviendo loco, o en realidad había sido lo que mis oídos escucharon. Mi mente se nublo, mi garganta volvió a resecarse, mis piernas temblaban infantilmente. Pero ella esperaba. De manera torpe bajé el cierre de su vestido color aguacate. De espaldas a mi, lamí primero su oreja izquierda, mientras que con una mano apretaba fuertemente uno de sus duros pezones. La besé con sutileza y dulzura. Algunos minutos después con fuerza y arrojo. Mis manos recorrieron una y otra y mil veces su hermoso cuerpo. Mis dedos se adentraron en el más recóndito de sus profundidades. La pericia carnal duró toda la tarde.
Iba anocheciendo cuando llegó el momento de marcharme, a lo que Juana se opuso: “¿por qué no pasa la noche aquí licenciado?”, “tengo que llegar a planear lo del día de mañana Juanita, pero gracias”, algo así fue lo que dije. Pero antes de poner mis pies fuera, Juana, la insaciable, la hermosa Juana, me dijo de manera tierna, “le daré un masaje licenciado con aceitito pa que duerma como bebé, como Juanito, mírelo”. Vi aquel cuerpecito color rosa durmiendo plácidamente. Envidié no ser el padre de esa criatura. Le agradecí ingenuamente por la jarra de limón y por el masaje. Ella contestó “cuando quiera licenciado, aquí tiene su casa”. No sé si me lo tome demasiado en serio, pero no “salí” de esa casa por los siguientes 14 meses. El hermoso cuerpo de Juana, las jarras de limón, los masajes de aceite Menen, y hasta Juanito, al que en algún momento llegué a querer como mi vástago.
Dormí como nunca. O como bebe, diría Juana.
Mis hábitos desde joven, me han enseñado que levantarse temprano es un gesto primero de responsabilidad, pero también un guiño de gratitud por un nuevo día. La holgazanería nunca se me dio. En Ixtlán pronto olvidé lo que era levantarse a las 6 de la mañana. Despertaba al medio día, por temprano a las 10. Indicios de que algo no marcharía bien.
En Ixtlán de los Herbores los chismes recorren una velocidad sorprendente. Pronto doña Hortensia –viuda del Maromas, y con 3 hijos, todos en la cárcel, por fortuna— me citó en su casa para tratar asuntos pendientes.
Ella era una mujer de carácter fuerte, recio. Había vivido hechos desafortunados, al lado primero de su difunto esposo y posteriormente con los 3 hijos bandoleros.
─Lic. Me urge que está situación se resuelva pronto. Estoy dispuesta a agarrarme a balazos con quién sea.... no le tengo miedo a nada, ni a nadie –dijo de manera fría, distante─. Y siguió: Con mis tierras nadie se mete. Basta de tantas injusticias.
─Por eso estoy aquí doña Hortensia.
─Usted está aquí también por otras cosas lic. –dijo con otro tono de voz, más amable o mejor dicho, menos dura─, y eso no me lo puede negar. Así que habrá que ir entendiéndonos bien.
De manera salvaje se arrojó sobre mi frágil cuerpo, desabrochó violentamente el cinturón de mi pantalón, me quitó la corbata, la ató sobre las muñecas de mis dos manos y comenzó a besarme mi pecho, mis hombros, hasta que su lengua fue descendiendo hasta llegar a mi tímido pene, lo succionó de una forma descabellada. Doña Hortensia tenía lo suyo, a pesar de ser una mujer ya madura, en su juventud fue reina de la primavera durante 5 años consecutivos—dicen que el Maromas cuando era joven y ya andaba por los malos caminos, compró los últimos dos concursos─. En fin, ahora le sobraban algunos pellejos, pero en general mantenía un cuerpo digno. Pero si algo me enloquecía de aquella mujer, era principalmente por dos razones: me excitaban de una forma descomunal sus piernas sin afeitar, esos bellos casi transparentes; y su estrafalario peinado platinado, al estilo de Jayne Mansfiel, la gran diva del cine de oro de Hollywood de los años 50s.
Concluido el acto carnal, o mejor dicho una vez resueltas sus fantasías sexuales de Hortensia, me pidió que otro día yo podría desquitarme: “ahorita estoy indispuesta”, dijo. Ya en la puerta de su casa, quise abrazarla por ese acto tan generoso de su parte, pero no fui correspondido, se despidió con un fuerte apretón de manos.
─Mañana lo espero para firmarle lo que le tengo que firmar. –Dijo, y me largué.
A la mañana siguiente me topé con el alcalde Herrejón desayunando en el portal del centro. Cuando estaba por pagar la cuenta, el alcalde se adelantó diciendo:
─Ya está pagado mi lic… ¿cómo va todo, que le cuentan las escandalosas esas?
─En eso ando Sr. alcalde. Pero ay vamos. Gracias.
─Oiga mi lic. y aquí entre nos, cuénteme como coge la Juana. …o apoco todavía no le da las nalgas mi lic…no me va a decir que no…aquí todo se sabe mi lic.
Agradecí al alcalde el haber pagado la cuenta. Pero encontrármelo me puso de un humor insoportable el resto del día. Me dirigí hacía mi oficina y comencé a leer las peticiones, los acuerdos, algunas cláusulas etc. Pero fue imposible. A mi mente venían ráfagas de Juanita, me imaginaba untándome aceite Menen por todo mi cuerpo, sus delicados pezones sutilmente rozándome la espalda.
Día tras días y durante los próximos meses. No hice otra cosa que pasar el tiempo al lado de Juana. Ahí dormía, ahí comía, ahí me bañaba, ahí cogía, ahí bebía, ahí enseñaba a Juanito a leer y escribir, ahí le leía algunos cuentos antes de dormir, ahí recibía como hacia mucho tiempo cariño, amor y todas esas cosas.
Del trabajo ni hablar. No pasaba de estar recogiendo papeles, de darles largas, de mentir, de esconderme, de fingir que estaba casi todo listo. Claro que ya no soportaba al alcalde Herrejón. Por lo que respecta a los demás quejosos, las tenía bastante ocupadas. En lugar de ir a mi oficina (si a eso se le llamaba oficina, no era mas que un cuarto oscuro, con lo olor a humedad, que el alcalde “acondicionó” para que yo pudiera trabajar), me repartía las mañanas en “visitas de trabajo”.
Pero la realidad era otra, dichas visitas de trabajo, se convirtieron en visitas sexuales, eróticas. No sé que dìa, ni como empezó todo. La realidad era que se despertó en todo mí ser, un apetito sexual irremediable e incontrolable, me había convertido en un golfo, un lujurioso. No sólo era Juana y doña Hortensia. Los lunes me tocaba ir con Filemóna, no hay mucho que comentar al respecto. El martes visitaba a Pachita Rendón que era la única con la que tenía un trato amistoso, no sexual, estaría yo loco si hubiera mantenido una relación con una señora que tenia los mismos años que mi abuela. El caso es que mantuve una relación cordial con doña Pachita, de hecho era de las visitas que más disfrutaba, sus desayunos eran extraordinarios, sus conversaciones y consejos eran de un señora sabia y práctica, “pórtese bien licenciado, cuídese por qué en una de esas se la va a caer a pedazos el tiliche”. Los miércoles tocaba el turno a Zenaida, mujer casada con 3 hijos insoportables. Por las mañanas los mocosos estaban en la escuela y el esposo era chofer de autobús. Así que Zenaida pasaba toda la mañana sola, con ella arribaba cerca de la 1 de la tarde. Una hora antes de que los mugrositos salieran, le hacía el amor cuando preparaba los alimentos, ese día curiosamente preparaba algo en el horno, por lo qué forzosamente se tenía que inclinar un poco, momento por lo que aprovechaba para ver su hermoso, grande y moreno trasero, su espalda de color de cerveza de barril era excitante, mientras Zenaida le ponía algún condimento de más al platillo, poco a poco iba repegando sus nalgas hacía mi, en cuestión de minutos nos acomodábamos en una posición a lo que lo jóvenes llaman, “de a perrito”, era sexo sin caricias, ni preámbulos, al contrario, era sexo rápido, intenso, primitivo. Terminaba con un hambre inimaginable, comíamos en silencio y me despedía con un beso en la frente. Para los jueves tenia que ir preparado, una noche antes pasaba a comprar ostiones al puesto del “Padrote”, la razón era que la señorita Armandina ─que por la calle se comportaba como la más reservada de las mujeres, considerada en el pueblo como una “quedada”, por no haber contraído nupcias a sus 27 años─ en la intimidad era una yegua sexual, salvaje, indomable, guerrera, atrevida. Era un ente sexual, una mujer que no tenía llenadera. Practicábamos todas las posiciones, no solo “de a perrito”, sino también la de “patitas al hombro”, la de “viendo al horizonte”, la del “periquito saltamontes”, la del “precipicio”, la de “la maroma asesina”, y la más peligrosa de todas, a la que Armandina llamó, el “orgasmo de la muerte”, que consistía en amarrarnos unas bolsas de plástico, cubriendo toda la cabeza ─y claro está, la cara─, así lográbamos, según Armandina, alargar el orgasmo. La verdad era que varias veces caí desmayado por la falta de oxigeno, en otras palabras me resultaba una verdadera mamada. Cuando salía de casa de Armandina, era de los pocos días, que en lugar de irme a casa de Juana, me dirigía al hostal, que por cierto nunca deje del todo. No tenía las fuerzas, ─ni la cara─ para todavía llegar con el amor de mi vida: Juana. Los viernes mi labor debía continuar, y siempre a las 11 del día, en el portal del centro, me reunía con el pesado alcalde Herrejón, el policía “el Tuerto”, al que nunca le conocí la voz, y con el amable Don Chame. Como lo mencione antes, bastaba algunas mentiras para tenerlos satisfechos. Hasta que…
Primero quisiera hacer mención que los días más agradables eran los fines de semana, al lado de Juana y de Juanito. Eran días brillantes, mágicos, únicos. Éramos una verdadera familia. Para no hacer más chismes, nos íbamos a una casita que el padre de Juana tenía en un mágico poblado llamado Pajuacuarán. Ahí comíamos trucha, jugamos los tres futbol o montábamos la bicicleta rumbo a las aguas termales del “Pozito”. Que orgullo era ver a Juanito andar en su bici, sin la necesidad de unas patitas traseras. Cuando el niño se dormía, le hacía el amor lentamente, o mejor dicho, tiernamente, presentía que “tanta belleza” no duraría. Varias veces le insinúe que no regresáramos jamás, que hiciéramos una vida ahí, en Pajacuarán. Pero fue en vano. Abruptamente cambiaba el tema.
Dos fueron la razón de mi declive. La primera fue la llamada maldita. La llamada de un pronto retorno de Juvenal. Ocurrió un sábado por la tarde, antes de ir a caminar, o mejor dicho, a ir a darle de vueltas a la plaza, Juana, Juanito y yo. Para ese entonces, Juanito era ya un as en la bici, me sentía orgulloso de mi vástago postizo. Resultaba que mi querido Juvenal se regresaba antes de lo esperado. El imbécil se había caído de un puente, quedando imposibilitado el resto del año. Así que regresaba en menos de un mes. La noticia para mi fue un putazo en la nuca.
Nuestra despedida fue dolorosa, lamentable, triste. Llanto y dolor. Me quedaba con muchas dudas, ¿por qué no se iba conmigo, si éramos una familia feliz? Nunca lo supe. Los días siguientes me la pasé en el hostal, sin salir, ni comer, me encontraba deprimido, devastado, desamparado. Fueron días que bebí sin medida, los tragos más amargos de mi existencia.
La segunda razón fue que dejó de endurecérseme el chiflo. Después de unas semanas sin visitar a mis “clientes”, ellas vinieron a mi encuentro. El martes Pachita Rendón traía ricos menús a mi cuarto, pero era inútil probar bocado. Zenaida los miércoles, los jueves Armandina. Y Hortencia los fines de semana. Pero una extraña maldición se apoderó de mí, mi fuerza sexual se la había llevado la chingada. Se había suspendido, diluido. No se levantaba con nada. De poco servía la farsa de Zenaida en estar preparando algo de cocinar (en mi cuarto, que ni estufa tenía) e inclinarse hasta pegarme su moreno culo. Ni que decir de Armandina, debajo de esas ropas de señora frígida, ocultaba uniformes eróticos de secretaria, de policía, de monja, de rana. Intentaba todas las posiciones que en su momento fueron alucinanantes, ahora no quedaba nada. Ganas le sobraban ante “mi incapacidad”, de intentar el “orgasmo de la muerte” y ésta vez sí, morir asfixiado. Ni Hortensia con su lengua filosa y cortante logró levantar muertos. Eso sí, ella fue la más comprensible. Era increíble, lo que apenas hace unos meses, semanas, fueron momentos de esplendor, ahora era desamparo y desdicha. Nada quedaba del que en su momento, fue el miembro viril (y herramienta de trabajo) más activo del occidente michoacano.
Ya no supe quién de ellas fue la que me acusó de abuso sexual, tentativa de violación, abuso de confianza, incumplimiento de contrato etc. Dos de ellas estaban descartadas: Doña Pachita, que fue la que me previno que me andaba buscando la policía, y Hortensia, que me ayudo a escapar. Ya el miserable alcalde Herrejón y el temible “Tuerto” me buscaban por todo el territorio de Ixtlán de los Herbores.
Huí una noche fría, inesperadamente fría, desolada y gris. Añore en esos instantes, el intolerante calor que normalmente azotaba en Ixtlán. Manejé cerca de 8 horas, hasta Pichilinguillo, una hermosa y virgen playa de la costa michoacana. Ahí Hortensia tenía una linda y pintoresca casa, a escasos metros del mar. Muy pronto ella me alcanzaría.
Tres meses después, Hortensia llegó. Escribo esto, mientras la lengua filosa y cortante de Hortensia, hace que me corra de placer, levanta la vista, sonreímos con un gesto de cariño y gratitud. Como la quiero a la condenada.
De Juana ya nada supe, pero que chingue a su madre.