7 de marzo de 2013
Hombres de Negro IV
Por: Francisco
Valenzuela
Era inicio de semana, de esos lunes con
cara de pocos amigos. Llegué a la oficina un poco enfadado, como esos perros
callejeros que no han conseguido comida y encima los ha pescado un aguacero.
Noté que a mi escritorio lo cubría una densa capa de polvo, así que pasé el
dedo índice para escribir unas de mis frases predilectas:
“Puta Madre”. Entré a la pequeña cocina y me preparé un café, sin azúcar, pues
los tipos duros como yo no deben estar por ahí, endulzando las cosas, como si
se tratara de una mariconada. Aún no daban las nueve, por lo que Laura, mi
asistente, venía en camino. Además nunca llegaba puntual, pues antes paraba en
la escuela primaria para llevar a su hijo, un bastardillo fruto de calenturas pasadas.
A pesar de ser una señora entrada en los 30, Laura conservaba un cuerpo
agradable, no estoy diciendo que fuera la gran cosa, o que cualquier falo se
pusiera duro tras observarla, pero hay mujeres de su edad que uno prefiere
apartar de la mirada, decirles ¡muévete de aquí y no jodas mi vista, vieja!
Esa mañana elegí un poco de informalidad,
pues no había reuniones con gente importante; era, como decía, un lunes cruel,
un día hosco y bravo, duro como la quijada de un toro amargado. Mis pantalones
de mezclilla lucían bien con mi camisa a cuadros, más unos zapatos cafés recién
comprados. También llevaba mis gafas, pues un policía debe tener dos cosas
inseparables: su pistola y sus gafas. A mí me gustan esas gafas ovaladas, no
tan oscuras, más bien un poco cafés, y grandes, que cubran buena parte del
rostro. No quiero que piensen: “este tipo se la pasa viéndose al espejo como un
cabrón vanidoso”. No hay tal, me basta con echar un vistazo al retrovisor de la
patrulla y decirme, oye chico, hoy será un día brutal pero luces bien, luces en
forma incluso para morir.
La muerte siempre nos espera, está
sentada junto a uno, pellizcándole el ombligo, pasando su lengua por nuestras
orejas, nos avienta su aliento apestoso, su tufo rancio, su aire hediondo. Pero
hay que encontrar la forma de escabullirse, de zafar la mordida y reírse en la
cara de esa ramera.
Apenas miraba yo las noticias en Internet
cuando de reojo vi entrar a Miguel, un judicial recién asignado a mi región, la
llamada Tierra Caliente michoacana, que no es otra cosa que un hoyo sobre las
fauces de Satanás. Miguel aparentaba ser un policía como cualquier otro:
corrupto, malencarado, sin estudios y sin futuro. Le gustaba leer el Libro
Vaquero y en su casa miraba telenovelas con su esposa, mientras los hijos se
idiotizaban en otro televisor.
Cuando entró andaba como siempre, con sus
botas negras desgastadas y su pantalón oficial. No me entretuve en mirarlo a
los ojos porque uno solo mira a los ojos a las hembras de semblante amable.
―Hermano, ¿qué te trae por
esta pocilga de oficina? ―La pregunta la hice sin dejar de
ver la nota sobre otros colegas acribillados por los gángsters.
―Javier,
tienes que escucharme, te lo ruego.
Pensé
que el tipo se había metido en un lío de dinero. Mientras encendía un cigarrillo,
deduje, por otra parte, que mi amigo la había cagado con su mujer. Luego pensé
que lo tenían amenazado.
―Amigo,
cálmate y pásame los periódicos, quiero entrar al baño antes de que mi estómago
se ponga duro.
―Javier,
mírame por favor.
Antes
de levantar la cabeza y mirar a mi compañero, traté de identificar si entre los
masacrados que reportaba la nota había algún conocido. Nada, eran unos novatos
que cayeron en la trampa, unos niños que abrieron la boca para recibir un dulce
y a cambio solo les metieron decenas de balas afiladas.
Entonces
fue que levanté la mirada y vi aquel baño de sangre.
―!No
mames, Miguel!, ¿pero quién cabrones te hizo esto?
Mi
amigo, con ese temple y orgullo que le caracterizaba, sostenía su cabeza con
los dedos de la mano derecha. Sus dedos chuecos empuñaban a sus pelos rancios y
morenos. De su cuello sólo brotaba un chorro de sangre que ya había manchado
las paredes de la oficina.
―Carajo
―pensé― la orgullosa de Laura no querrá limpiar este reguero, pero enseguida
volví al asunto que me competía.
―Miguel,
siéntate. Quiero que me expliques quién fue el hijo de puta que te arrancó la
cabeza.
Miguel
se sentó y puso su cabeza sobre el escritorio. Eso me produjo un poco de asco
pero me pareció imprudente decirle algo.
―Jefe,
te juro que no me descuidé, lo tenía todo bajo control, pero esos cabrones se
metieron a mi casa, no sé cómo, pero cuando llegué ahí estaban, mirando la
televisión y comiendo palomitas.
―Te
escucho ―le dije y me serví un whisky―.
―Para
esa hora mi mujer ya estaba muerta, le habían cortado las manos, con una de esas
manos un cabrón le pasaba las palomitas al otro. Estaban viendo una película
donde sale Bruce Willis.
―¿Bruce
Willis es el que sale en Hombres de Negro?
―No,
ese es Will Smith.
―¿Will
Smith es el que salía en El Príncipe del Rap?
―Sí,
es él.
―No
mames, ¡cómo me gustaba esa serie! Bueno, ¿y luego qué pasó?
―En
cuanto abrí la puerta, uno de esos hijos de la gran puta me apuntó con su
cuerno de chivo. No tuve tiempo de nada, imposible desenfundar mi revólver.
―”No
tuvo tiempo de montar en su caballo”, ¿te acuerdas de esa canción, creo que es
de Vicente Fernández.
―No,
jefe, esa canción es mucho más vieja, debe ser de la Revolución.
―No
mames, ¿tan vieja?
―Creo
que sí, jefe.
―Puta
madre.
―Puta
madre.
―¿Y
luego qué pasó, Miguel?
―Ah,
pues yo levanté los brazos y les pregunté: ¿dónde tienen a mis hijos, hijos de
la chingada? Entonces uno se levantó, tenía la mirada más encabronadamente
diabólica que he visto en mi vida. Me dijo que mis hijos estaban a salvo, pero
que si yo la cagaba entonces…
―Hijos
de la chingada, ¡¿cómo se meten con las criaturas?!
―Eso
pensé yo, jefe. Así que les dije: “!Cabrones, no toquen a mis hijos y yo hago
lo que quieran! Fue que se levantó el otro, todavía con un puño de palomitas en
el hocico. Era un poco gordo, con barba de candado, rapado, un cholo cualquiera
con sed de sangre, un lobo hambriento, jefe.
―¿Qué
te propusieron, Miguelazo?
―Querían
informes de los patrullajes, querían que sacáramos al ejército, querían el
dinero de la presidencia municipal y las limosnas de la iglesia.
―Chingada
madre, ¿y su puto helado de qué lo quieren?
―Les
dije que nadie aquí en la corporación tenemos tanto poder, que éramos tan solo
carne de cañón, los primeros pendejos que salen a la batalla, el escudo humano
que cuida a los superiores.
―Hiciste
muy bien amigo, estoy orgulloso de ti.
―Gracias,
Javier.
―¿Y?
―No
terminé de dar mis excusas cuando el cholo me dio un cachazo y caí como un
costal de papas. Desperté unos minutos después, estábamos en mi patio, con las
luces apagadas. Escuché un ruido ensordecedor, algo muy fuerte que me recordó
mis tiempos de talador.
―No
mames, ¿a poco fuiste talador?
―Sí,
de chavo, en Ciudad Hidalgo. Vendíamos toneladas de buena madera, ganábamos
mucho dinero y nadie nos cobraba impuestos ni mordidas.
―Qué
tiempos aquellos, camarada.
―Sí,
vaya que eran buenos tiempos.
―¿Y
qué hacías con tanto dinero?
―Una
parte se la daba a mi jefa, y con lo demás me metía alcohol, drogas y viejas.
―Tsss,
qué buena vida pinche Miguelón.
―Bueno,
pues el ruido que escuchaba era de una motosierra. La encendió el Diablo, la
bestia esa de la mirada torva.
―Pinche
Miguel, a veces te sacas unas frases bien elegantes cabrón. Pero a ver, sígueme
contando.
―El
Diablo se acercó y me dijo que si no cooperaba me iba a matar, que mis hijos lo
verían todo, que los dejaría vivir para que nunca se les borrara ese recuerdo.
Entonces le prometí que hablaría contigo, que tú hablarías con el jefe, que el
jefe hablaría con su jefe y ese jefe con su otro jefe.
―No
mames, eres bien pendejo, Miguel.
―Ya
sé, pero estaba muy nervioso y no se me ocurrió otra cosa.
―Le
hubieras dicho que sí a todo, que estábamos con ellos. “Señor, nosotros estamos
con ustedes, no se me preocupen que para eso se nos paga”. Pero no, ahí vas a
enredarlos con el jefe del puto jefe.
―Bueno,
pues el pinche Belcebú se encabronó y me pasó los dientes de la motosierra por
el cuello. Hubieras visto qué pinche escándalo y cuánta sangre brotó. Los otros
compinches nomás soltaban la carcajada y se agarraban sus huevos.
―¿Cómo
que se agarraban sus huevos?
―Sí,
yo creo que les excita ver gente muriendo.
―Pinches
locos.
―Salieron
bien encabronados y prometieron que tú serías el siguiente, por eso, en cuanto
me desperté vine para advertirte.
―Hiciste
muy bien, Miguel. Te has ganado un ascenso por esa muestra de gallardía, por
ese amor incondicional hacia las fuerzas del orden.
―¿Hablas
en serio? ¿Un ascenso?
―Maicolín,
yo ya estoy viejo y cansado, he juntado un poco de dinero y quiero dedicarme a
otra cosa, no sé, poner un bar en la playa, comprar carros y venderlos, lo que
sea, me da lo mismo, pero ya no quiero más muertitos.
―¿Quieres
que yo tome tu lugar?
―Me
acabas de demostrar que estás listo para esto. Salvo uno que otro detalle, creo
que eres el hombre ideal para tomar mi puesto. Además, eres el único androide
de la corporación, eso es mucha ventaja.
―¿Sabes?,
cuando el Presidente nos sacó de la granja para meternos a la policía pensé que
la había cagado, pero ahora sé que tiene razón, que somos sus soldados, sus
invencibles y leales soldados.
Me
levanté del escritorio y fundí a Miguel en un abrazo. Su palabrería me
conmovió, y aunque no le creí del todo, supe que era una oportunidad de oro
para zafarme de toda esa mierda. Los androides son crédulos y cuando uno les
habla bonito y promete cosas se les activa un chip de autoestima. Nos metimos
al baño y observé cómo su cabeza volvía al lugar de origen, cómo aquel robot se
reconstruía cual ilusionista de circo. Tras unos segundos su rostro cambió,
robando todos mis rasgos, hasta la más inadvertida de mis arrugas.
―Miguel,
quiero decir, Javier, te dejo en tu oficina. Laura no tarda en llegar, no te
vayas a pasar de lanza, pero si se deja, cógetela, que está bien sabrosa.
Cogí
mis pertenencias, le regalé una última palmada y me dirigí a la puerta. Antes
de salir, di la media vuelta e hice una última pregunta.
―Miguel,
¿cómo se llama el actor que sale en Hombres de Negro, el que no es Will Smith?
―Tommy
Lee Jones.
―Puta
madre, es bueno, ¿no?
―Un
chingonazo, diría yo.
―Adiós,
Miguel, le cierras cuando te vayas.
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*Francisco
Valenzuela (México, DF. 1976). Radica en Michoacán desde su mediana infancia.
Es economista y cursa la maestría en Periodismo Digital. Dirige el sitio
electrónico Revés on line, colabora en los programas de radio Noches de Cine y
Pastel. Ha escrito en revistas, antologías y periódicos. Contacto: valenzuelareves@gmail.com
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