Por: Salvador Munguía
A Clarita la conocí en una época complicada de mi vida. Antes de hablar de la “generosidad” de esta amable mujer, quisiera iniciar con un breve preámbulo. Llegué a Morelia una tarde lluviosa, húmeda y sofocante. Procedente de una breve temporada en Europa, en donde mis esfuerzos para conseguir un digno empleo se vieron sobajados a miserables y lastimeros trabajos de lavaplatos y reparte-papelitos. Para un abogado como yo, aquello era un insulto.
Habrá que agregar que llegué sin un duro, con una pesada carga de deudas bancarias, (obvio) sin trabajo, sin ganas y sin ilusiones. Por si esto fuera poco, y como mi vuelta fue inesperada y antes de lo prevista, me encontré que mi mujer ahora estaba con mi mejor amigo. Mi madre me retiró el habla porque nunca le mandé una postal. Mis hermanos, ante este acontecimiento, siguieron a mi madre. De mis amigos ni hablar, me alejé de ellos desde antes de partir, por traicioneros y conspiradores. Creí que mi perro salchicha, Ramón, seguiría siendo mi inseparable y fiel amigo, pero ni éste… tres días antes de mi llegada prefirió probar la vagancia. Me tiré a la bebida de manera descarada. Pero ni el maldito lubricante social remedió mis males. Constantemente pensaba en la muerte, en mi muerte. Un día me paré sabiendo que debía de hacer; terminar con mi vida. Darle fin a mi incipiente e insignificante vida, carente de ambición, de ímpetu, de energía. Ese día busqué al “Morris”, un viejo amigo, un tipo que le hacía a todo, un mercenario, al fin y al cabo, que igual te podía conseguir un refri-bar, que armamento antiaéreo. Una pistola para él era tan sencillo como si yo comprara un gansito en la tienda más cercana. No hizo preguntas, le expliqué que pasaba por un momento difícil económicamente y de manera sencilla cambié mi colección de acetatos de los Rolling por una pistola 38 súper.
Cuando me despedí, el Morris puso 500 pesos en la bolsa de mi camisa, y agregó: “Un hombre, como tú, nunca deber de andar sin un peso en la bolsa”. Le di las gracias y me fui directo a comprar una botella de tequila, una bolsa de cacahuates y una bolsa de croquetas, pensando en que algún día mi perro regresaría. Al llegar a mi casa traté de no pensar en nada y por un momento lo logré. Bebí decididamente. El sol había cumplido arduamente su jornada laboral. La botella de tequila estaba apunto de terminarse. Me armé de valor y tomé la pistola. Primero la observé detenidamente. Me cercioré de que las balas y el cargador estuvieran listos. Después la puse sobre mi boca, sentí esos metales fríos en la comisura de mi lengua, un escalofrío recorrió todo mi cuerpo y también entré en un pánico aterrador. Bebí de golpe otros dos caballitos y volví a intentarlo. Sólo que ahora llevé la pistola a la altura de la sien. Respiré con trabajo, entrecortado, cerré con todas mis fuerzas los ojos… y jalé el gatillo.
No pasó nada, para mi mala suerte, -¿o será por mi buena suerte?- la pistola se encasquilló. Una extraña mezcla de sentimientos me embargó. Por un lado, me sentía confundido, frustrado. Me sentía débil y cansado. Me sentía inútil, ni siquiera era capaz de terminar con mi vida. Pero a la vez sentía un gran alivio. Pero ese alivio y la paz duraron poco. Enseguida vinieron imágenes de mi mujer con mi amigo, la indiferencia de mi madre y de mis hermanos, la partida de mi perro, las llamadas a todas horas de los bancos, la mísera vida que llevaba. Deseché matarme con una pistola. Esta vez, me arrojaría al vacío.
Caminé por largos minutos hasta llegar al edificio Géminis. No fue difícil accesar al edificio más alto de la ciudad, ni mucho menos subir hasta la azotea. Una vez que estuve ahí, me entró una temblorina en las piernas, la garganta se me secó, me costaba trabajo respirar. La noche estaba quieta y sin ruido, un vientecillo soplaba suave. Creía que era el momento justo para arrojarme, saltar de una vez y olvidarme de todo. Recobré el aliento y respiré hondo. Me senté sobre el borde. Mis pies apuntaban hacía el vacío. Imaginé el terrible estado en que encontrarían mi cuerpo. Las vísceras desparramadas en el asfalto, los ojos saltones, la lengua cortada, sin dientes, las costillas hechas pedazos, la espalda desecha, los lentes quebrados. E imaginé mi funeral, mis sobrinos pequeños (diablos) intentando ver el cuerpo, y mi madre llorando, diciendo: “no me hagan eso, no lo pueden ver, es aterrador, es horrible”, y se soltaría llorando con mucho sentimiento. También imaginé si Lorenza tendría el descaro de pararse en mi funeral con Carlos, mi disque “amigo”. Y, a su vez, fue inevitable imaginar a todos mis amigos dándole el pésame a mi madre. Aquella cantidad de imágenes me dieron un dolor de panza. Cuánta hipocresía se vería en mi velatorio. No faltarían las típicas palabras de: “se ha ido una gran ser humano”, o el clásico, “que buena persona era”.
Volví a despejar de imágenes mi mente y me concentré en cómo me lanzaría, si sentado o parado. De clavado ni hablar. Estaba por decidir hacia dónde me arrojaría, no quería hacerlo arriba de un coche y causarle daños a terceros. Lo había decidido. Me lanzaría sentado, en posición fetal, en dirección a la calzada Ventura Puente. Conté hasta diez. Y justo cuando iba a deletrear el siete, escuché la voz ronca de una mujer.
―No es tan alto como cree, o sea, que si salta, existe la posibilidad de que efectivamente muera, pero también de que quede idiota por el resto de sus días.
―Y a usted qué le importa ―me costaba trabajo reconocer la figura de la mujer. Solo veía un pequeño destello, rojizo, que sobresalía del cigarro que sujetaba entre sus dedos.
―No sea imbécil, mejor consiga una pistola, compre veneno para rata, deje escapar el gas de su casa, que sé yo… ¿acaso no piensa en lo desagradable que será para todos verlo en su funeral?
―Deje de molestar y lárguese.
―Mire, le ofrezco un cigarro, y si usted se quiere aventar, se avienta, yo no lo voy a evitar, téngalo por seguro, uno menos, que más da.
―No fumo, gracias.
―Ahí esta el problema, todo aquel que no fuma tiene una desdichada forma de vivir, para eso sirve el humo, para aliviar tensiones, traumas, problemas.
Se me hicieron tan idiotas sus palabras, que lo único que se me ocurrió fue decirle:
―Está bien. Déme una probada.
Ahorraré palabras para describir lo terrible que fueron mis primeras fumadas. Tosi como tísico. Pero el sabor me gustó. Y sí, me relajó. Mejor me concentraré en describir a este peculiar “ángel de la guarda”, a la mujer que me “salvó” de quedar embarrado en el duro y gris asfalto.
Se llamaba Clara, pero le gustaba que le dijeran Clarita. Era morena, de baja estatura, peinado vulgar, vestía un ridículo vestido parecido a las cortinas que tenía en mi sala, sus ojos hundidos eran pequeños y negrísimos, la nariz era chata, de labios carnosos, muy morados, su boca era grande y poseía unos lindos y blanquecinos dientes que en la noche parecían alumbrar. Sus manos eran regordetas, tiernas, amables. Una precoz joroba empezaba a asomarse por su lomo. Y poseía un par de robles prietos como piernas. No era miss universo, eso estaba claro, lo único digno era un par de tetas grandes, y como mencioné antes, su linda dentadura. Pero Clarita tenía algo más. Era carismática, cínica, coqueta, parlera, seductora, divertida, segura de sí misma, pero tenía algo de malévola. Pronto comenzamos una plática sobre el calentamiento global, del porqué la ciudad se inundaba al primer chubasco, sobre el deterioro de las alcantarillas, sobre el amor que le tenía a los gatos, sobre la repugnancia que le daba la comida de soya, en fin, íbamos de un tema a otro. Cuando me di cuenta que yo seguía sentando al borde del edificio, me sentí estúpido. Me bajé de inmediato y le di un inesperado abrazo. Creo que una lágrima se me escurrió. Le di las gracias. Ella me dio un abrazo más fuerte que me dejó sin aliento.
Después me preguntó si sabía conducir, le contesté que sí. Me dijo que si quería conocer las villitas que había construido su padre. No estaba seguro de ir, traía poca plata en los bolsillos. Pero ella insistió y me dijo que nadie me estaba pidiendo, que para eso ella trabajaba lo suficiente. “Sólo te estoy pidiendo que conduzcas, es todo”, dijo. Y continuó: “Lo que necesitas es relajarte, descansar, ordenar tus ideas, sentir el calor de alguien que te quiera”. Estas últimas palabras me sonaron extrañas, pero no le di importancia. Bajamos del edificio y nos dirigimos a las “villitas”. Me puse al volante y en el camino hicimos varias paradas. La primera en La Inmaculada, ahí Clarita compró pozole, enchiladas, quesadillas, pambazos, gelatinas con rompope y buñuelos. Yo tenía hambre, pero Clarita compró como para 50 niños hambrientos, una exageración. La segunda parada fue un Pick and Go, ahí compró cuatro seises de cerveza Modelo, una botella de Torres y un vino blanco. No paró de hablar hasta nuestro destino, se veía contenta, y yo me sentía vivo otra vez. Me encontraba feliz de haber conocido a esta misteriosa mujer. Llegamos a la media noche, una noche fresca, agradable. Las villas no tenían gran chiste, estaban descuidadas, viejas, con un fuerte olor a humedad y muy frías. Pero qué importaba. Teníamos comida, bebida, y sobre todo, yo me sentía valorado, estimado. Me sentía importante, y no el pobre diablo que unas horas antes pensaba darse un tiro o arrojarse desde lo alto.
A Clarita parecía importarle todo lo que le contara, así careciera de la menor importancia, ella exclamaba siempre con asombro: “¿en serio?”, “¿de veras?”, “¡no me lo puedo creer!”, “¿cómo es que sabes todo eso?”. Entre nuestra charla, aprovechamos para cenar, yo sólo pude comer unas enchiladas. Clarita parecía que tenía más hambre y se comió todo. Yo me concentré en el brandy, pronto Clarita se puso al parejo. Con algunos tragos encima, Clarita comenzó a tener un comportamiento extraño. Se me acercaba más. Me tomaba de vez cuando la mano o me acariciaba una pierna. A Clarita le sorprendió lo guapo que yo le parecía. Todo esto me causó desconcierto. Jamás me imaginé, de hecho lo tenía descartado, que esto pudiera acabar en un encuentro sexual. Por lo que a mi respecta, no sentía el mínimo deseo sexual hacia Clarita. Sus rasgos eran grotescos. Su olor ―a pesar de su perfume―, era fuerte, olía a sudor, a cebolla, a pambazo, a rábano. Pero a Clarita no parecía importarle. Tomó mi cara, con sus regordetas y morenas manos, y dijo:
―Que sexy eres Salvador, y pensar que un bomboncito como tú se nos iba ir al más allá…mejor acércate, anda, no tengas miedo, yo te voy a mimar…tu nomás déjate querer…