Salvador Munguía
He tenido problemas con la
policía desde que tengo memoria.
Ni ellos me caen bien ni yo a ellos. Digamos que existe una antipatía
mutua.
Mi primer enfrentamiento
con la policía fue cuando yo cursaba la secundaria. Cuatro amigos y yo
caminábamos cerca de la vieja central de autobuses. Fumábamos una chora de
marihuana cuando 2 polizontes nos hicieron la parada. Por una chora nos
quitaron 3 relojes, menos de 100 pesos, una cadenita de oro y nos llevamos
nuestras primera “calentada”. Tenía 14 años.
Durante la preparatoria,
por fortuna, no recuerdo haberme metido en problemas con la autoridad. Fui un
chico ejemplar.
Durante la licenciatura de
derecho, todo cambió. Una maldición se encargó de hacerme los días más complicados. La policía me detenía constantemente
y a toda hora. Para colmo de males, con el amigo que me juntaba me superaba.
Parecía que cargaba en la espalda un imán, un chip o un radar que los atraía
para hacernos la vida infeliz. Me contaba mi amigo que sus primeras experiencias
se remontaban hacía mucho tiempo: a los 10 años la policía lo encerró en
barandillas, a los 14 lo confundieron con un asesino serial, a los 16 recibió
una golpiza por 3 policías que lo mandaron al hospital. Mi amigo aprendió a no
confiar nunca más en la autoridad, se volvió un desconfiado en extremo. Y
adquirió otras habilidades como “sentir” cuando un policía estaba cerca. Y
cuando éstos lo estaban, mi amigo sudaba frío, comenzaba a tartamudear, se le
hinchaban los cachetes. Si veía uno cerca era capaz de ponerse a correr como un
desquiciado. Una actitud bastante sospechosa para la autoridad, que al ver
correr a mi amigo lo paraban enseguida. ¿Qué te robaste, cabrón? ¿por qué
chingaos nos viste y te pusiste a correr?, ¿dónde tienes el estéreo?, ¿de dónde
salió este telefonito? Era un cuento de nunca acabar. Fueron varias noches
mientras bebíamos que le hice entender que correr no era la solución. Estás
huyendo de tus problemas, le decía, es hora de enfrentarlos, qué clase de
estudiante de derecho se pone a correr cuando ve policías, carajo. La cosa no cambió mucho. Mi amigo los
olfateaba y ellos a nosotros. Por supuesto que nada tenía que ver nuestros
aspectos personales, vestíamos y nos comportábamos apropiadamente. Era algo más
profundo y que se encuentra en el abismo del océano y que nunca lo sabremos. Si
caminábamos tranquilos, nos detenían. Si íbamos en el auto, un retén hacía lo
propio. Si jugábamos futbol, el rival era el Futbol Club de la Policía Estatal.
Por años creí que se trataba de mi amigo. Le retiré el habla algunos meses. Fue
en vano. La policía estaba detrás de mí, acosándome.
La primera vez que llegué
a barandillas fue con 2 amigas…. y mi amigo. Habíamos ido a una fiesta de
cumpleaños donde no éramos bienvenidos. Cuando nos corrieron de la casa, una
mis amigas rompió de coraje un florero, pateó con odio la puerta al salir e
insultó a los anfitriones. La dueña de la casa le llamó a LA POLI. Mi amigo
comenzó a sudar frío, aspiró con fuerza y poseído me susurró: vienen a 7
cuadras, son dos patrullas, cada patrulla viene con 2 puercos, huyamos. Y eso
hicimos. Lo que no debimos hacer era andar corriendo a las 1 de la mañana. Las
dos patrullas nos alcanzaron de
inmediato, y con lujo de violencia nos subieron. A ellas como eran “señoritas”
las trataron con “respeto”. Súbanse señoritas o vamos a tener que llamar a unas
69 (mujeres policía). Ustedes a nosotros no nos tocan malditos puercos. Por
favor, señoritas. Pinches gatos, contestaban éstas. De nada nos servían
nuestros años en la facultad de derecho, no éramos capaces de defendernos nosotros
mismos con argumentos jurídicos; mi amigo y yo esposados y nuestras amigas
peleando como señoras pozoleras. En menos de 5 minutos llegó el cuerpo policíaco
encabezado por 3 señoritas con cara de perras bulldog, y con modales peculiares
sometieron a mis compañeras abogadas. Llegamos cerca de las 2 de la madrugada
al área de barandillas. Era mi primera vez. Tan importante como la primera
relación sexual o la primera borrachera.
Mi amigo experto en pasar
noches enteras en ese deplorable lugar me tranquilizó. Tú tranquilo, nos van a
registrar, entregamos nuestras pertenencias, nos “examina” un doctor y listo,
mañana salimos. Carajo, ¿cómo que mañana salimos? no estamos borrachos y
nosotros no hicimos nada. Así es esto, Chava, contestó resignado mi amigo. Antes
de pasar necesito que me des un golpe fuerte en la cara, dijo, ¿para qué?,
pregunté alarmado, necesitamos parecer pandilleros, así nos respetarán, no
digas estupideces, gallo, respondí. Hazme caso, insistió mi amigo. Le asesté un
puñetazo cerca del ojo derecho. Muy bien, ahora entremos, dijo. El médico nos
examinó mientras jugaba a la baraja. ¿Cómo te llamas?, ¿dónde vives?, ¿a qué te
dedicas?, saca la lengua: andan drogados, dictaminó el médico. Doctor, se
equivoca, no venimos ni borrachos ni drogados, contesté indignado. Tu amigo
trae el ojo morado, joven, seguro se cayó de borracho. El que sigue, dijo el
doctor. Enseguida nos quitaron cinturón, agujetas, cartera y demás
pertenencias. A mis amigas las pasaron a unas celdas pequeñas y recién
pintadas. Queremos ir con ellos, dijeron éstas. Las violan, contestó un policía
mal educado. Mientras pasábamos por algunas celdas aledañas, nos dieron la
bienvenida con toda clase de improperios. Nos metieron a una celda angosta y
pequeña infestada de delincuentes. Al entrar, éramos como unos ratones en
observatorio. A ver pinches fresitas putos, túmbense o les ponemos el otro ojo
morado, dijo un cholo con lagrimitas tatuadas en la mejilla. No traemos nada,
todo no lo quitaron, dijo mi amigos con la voz temblorosa. ¿Y los tenis qué, putos?, quítenselos y
también la camisa. Joder, nos dejarás encuerados, dije sin titubear. Por
fortuna, otro cholo, el que parecía ser el jefe, nos salvó. ¿Cómo te llamas? me
preguntó, Salvador Munguía, contesté, ¿tu padre se llama igual que tú y
organizaba conciertos de rock? Sí, dije aliviado, yo iba a los concierto del
TRI, loco, y conozco a tu padre, y agregó en voz alta: aquí hacemos esquina y
quien se quiera pasar de verga con ustedes le parto su madre, dijo mi nuevo
amigo, el jefe cholo. En ese momento desee tener la cabellera a rapa, un
pantalón más holgado y un tatuaje de la virgen. Mi otro amigo buscó un lugar donde
dormir, antes me aconsejó dormir con un ojo siempre abierto, y orgulloso, señaló,
ves, el putaso que me diste sirvió, enseguida se escabulló entre unos vagos que
dormían en el piso y ahí pegó el ojo hasta la mañana siguiente. La madrugada
fue una de las madrugadas más eternas de mi vida. Me encontraba entre
borrachos, golpeadores, tiradores, un presunto homicida y muchos pandilleros. De vez en cuando el cholo me contaba anécdotas de sus peleas callejeras. Había algo de atractivo en aquel lugar, todos aquellos hombres de alguna manera u otra
habían desafiado la ley.
Intenté dormir pero fue imposible. Olía a madres, a
orines de hombres que supongo jamás habían tomado un litro de agua pura en sus
míseras vidas. Había gritos y mucho escándalo. La llamada a la que todo
detenido tiene derecho jamás llegó. Salimos a las 8 de la mañana. Me despedí
del cholo y le di un abrazo como si se tratara de mi hermano mayor. Los 30
pesos de fianza lo pagó el padre de una de mis amigas con una indispensable
condición: alejarnos de su hija.
Al salir de ahí me juré a mí mismo no volver a pisar esa mazmorra por el resto
de mis días.
En los siguientes 7 años tuve breves altercados
sin importancia, cosas de rutina. Parecía que al fin me había librado de los
malhechores de la justicia. Hasta el día de ayer…
La noche de ayer salí de
mi casa a comprar pañales y leche para mi hijo. En el supermercado –maldito
destino- me encontré a unos amigos -entre ellos mi amigo, con el que había
caído la primera vez-, y mientras ellos compraban cervezas y una botella de
vino, yo buscaba los pañales adecuados para el crío. Salimos del supermercado,
me invitaron a beber, les prometí que más tarde los alcanzaría, bueno, dijo mi
amigo, vamos a brindar por tu hijo antes de que te vayas, estamos en la vía
publica, argumenté. No pasa nada, aquí enfrente vive tu tocayo, además sólo
beberemos una cerveza, comentó el amigo. No quise ser descortés y acepté la
invitación, pero sólo beberé una, les advertí. No llevábamos ni la mitad de la
cerveza cuando un comando de 10 patrullas nos tenían rodeados. ¡A ver cabrones,
a la pared, abran bien las patas! Oiga señor oficial, soy abogado, ¿qué delitos
estamos cometiendo? expuse. No se puede beber en la vía pública y estamos en
Operativo. Mi amigo –también abogado- exigió un abogado y comenzó a sudar frío.
Como no corrí antes, susurró. Lo miré con odio. Pero oiga, yo no me puedo ir
con ustedes, no me ha dicho que delito cometí y además tengo que llevar pañales
y leche para mi hijo. Súbase licenciado o lo subimos. Subí por mi propio pie,
juntos a mis amigos. Las patrullas venían llenas de personajes inocentes como
nosotros, nadie se veía en estados inconvenientes ni tenía cara de asesino. El
policía que nos cuidaba me explicó que sólo era parte de la rutina y llegando a
barandillas pagaríamos nuestras multas y pronto estaríamos en la calle de
nuevo. Necesito hacer una llamada oficial, me están esperando con los pañales.
No se puede lic. ya sabe, ordenes del comandante. En una estúpida muestra de
que la policía nos cuida y nos vigila, nos pasearon como animales de circo por
toda la ciudad. Nos exhibieron por el centro histórico, por la Chapultepec, por
la Félix Ireta, por el bulevar García de León, por la Ventura Puente, y persona
que veían comprando alcohol era levantada de inmediato, como si se tratara del
peor de los delitos. Llegamos un centenar de sobrios y dos que tres borrachines
a barandillas. Mi amigo se acercó y con nostalgia dijo, ¿te acuerdas, la pasamos
bien aquella vez, no?, cállate, cabrón, no estoy de humor, le contesté.
El trámite fue el mismo.
Un polizonte nos registró. Otro nos tomó la foto. Nos pasaron primero a una
celda pequeña, ahí nos volvieron a pedir nuestros datos. Después de una hora
nos hicieron el “examen toxicológico”. Era el mismo médico de hace 7 años y en
ese momento supe que todo se había ido al carajo. ¿Cómo te llamas?, ¿dónde vives?, ¿a qué te dedicas?, saca la lengua: andas drogados, dictaminó el médico. Doctor,
se equivoca, ni vengo borracho ni drogado, contesté indignado. El que sigue,
dijo el doctor. Enseguida me pidieron que me quitara cinturón, agujetas,
cartera y demás pertenencias. No vaya ser que se nos quiera ahorcar mi lic.
Pendejo, le contesté desganado. Sería tan amable de dejar los pañales, dijo
uno, no, contesté, los ocupo, no pienso poner mi culo en esas bacinicas,
jaja…ándele pues lic. pásele con sus pañalitos.
Una gran celda con olor a
meados me esperaba, era tan fuerte el olor a orines que hacia suponer que era
habitada por hombres que supongo jamás habían tomado un litro de agua pura en
sus míseras vidas. Antes de entrar me quité los lentes para verme menos
pepinazo, fruncí las cejas y puse cara de maldito. Patee a mi amigo delante de
unos cholos y escupí un gallo verdoso. Caminé a paso seguro y desperté a un borrachín que dormía sueños insondables, lo levanté de la cama de cemento; quítate por allá, dónde no te pueda ver, le
dije.
Los pañales me sirvieron de almohada y dormí un rato. Mis amigos se acercaron,
querían hacerme platica. ¿Estás molesto? Por su culpa, idiotas, estoy aquí. Es
culpa del operativo, Chava, el operativo es como la tempestad, no hay poder en
la tierra que pueda detenerlo, argumentó estúpidamente uno de ellos. Me paré y
fui hasta la rendija, llamé a un polizonte y le exigí mi llamada. Más tardecito
mi lic. fueron a pagar el teléfono, nos los cortaron ayer, dijo el chistoso. Volví
a mi cama de cemento y una melancolía infinita se apoderó de mi alma; pobre
hijo mío, qué haría sin pañales y sin leche, pobre de su culito, malditas sus
tripas que no lo dejarían en paz con una simple avena, indefensa criatura que
no tiene la edad para reprocharme nada, cómo hacerle saber que su padre estaba
rodeado de criminales en potencia, encerrado y nostálgico. Llamé a mi amigo que
cabeceaba recargado en un barrote, le dije que lo estimaba mucho y que lo
echaría de menos pero que por favor no me volviera a dirigir la palabra en toda
su vida. Se quedó sin palabras. Acomodé otra vez los pañales de almohada y me quedé pensando en lo idiotas que eran
nuestras autoridades. En ciudades como Madrid, Barcelona o París, le gente
puede beber en las calles, no hay necesidad de huir, de sobornar a la policía o
de llenar las cárceles preventivas para recaudar fondos que nunca sabremos a
donde van a parar. ¿De verdad creen que por realizar ese tipo de redadas la
gente se volverá abstemia y dejará de beber en la calle? Ingenuos. ¡Que vayan
por los violadores, por los robachicos, por los secuestradores!.. ¡A los
borrachos déjenlos en paz, carajo!
Volví a dormitar hasta la
mañana siguiente. Al despertar ya no estaban mis amigos ni casi nadie,
únicamente 4 borrachines y yo. Un oficial dijo en voz alta mi nombre y contesté
presente. Ya pagaron su multa, dijo. ¿Cuánto hay que pagar y a quién?, pregunté.
Fueron 31 pesos con 50 centavos y lo pagó su amigo. Fui por mis cosas y pagué
la multa de los 4 pobres diablos. Respiré el olor de la libertad y me puse
contento. Llegué a la casa a las
11 con pañales y leche. No encontré a nadie. Salí a comer algo y a beber una
cerveza fría en un lugar establecido: los perros andan sueltos y hay que andar
con cuidado. Después me reporté con los que se preocuparon por mí. No fueron
muchos. Más tarde y en persona me disculpé con Nick. Me disculpó esbozando una sonrisota
que me ablandó el corazón.
PD: Cuando Nicolás tenga
edad suficiente, le diré que jamás
se debe confiar en la policía, en las mujeres ni en los amigos. Seguro correrá
con mejor suerte que su padre.
twitter: @chavamunguias