En el siguiente texto, afortunadamente no hay ganadores, y si los hay, a nadie le importa.
“Pronto aprendí que la pelota nunca viene
por donde uno quiere que venga” -Albert Camus-
-Pinche Huesos, no te vayas a poner muy pedo, mañana inicias. -El Huesos, dio un sorbo a su cerveza clara, seguido de un eructo. Después, hizo un gesto de indiferencia con las manos. Decepcionado contestó:
-No mames Huape, ya pa que…. me la pase en la banca toda la temporada.
Bebían en la esquina de siempre. Afuera del depósito. El cartón de cervezas estaba por vaciarse.
-Pero mañana es el bueno, y lo sabes.
-Naaa….huevos que!,-contestó el Huesos, molesto.
Indiferente y taciturno, tambaleante, el Huape se despidió:
-Nos vemos chavos…. llegas temprano Huesos.
Sería impensable imaginar al Huesos, en esa misma esquina, al comienzo de la temporada. No se permitía ningún desgaste un día antes del partido. Ningún desvelo. No tenían cabida puteros, tampoco los bares. El colmo, abstenerse de coger con Rosita. Ninguna distracción. Para él, no era un simple juego. El fútbol no era un pasatiempo. No era diversión. Era un compromiso. Fanatismo vil.
Fue eso, la injusticia y la marginación, las causas que mermaron las esperanzas del Huesos. A mitad de temporada, dejó de importarle el equipo. Si otros llegaban bebidos al partido, él por qué no, pensó. Si otros se desvelan con putas, él por qué no. Si otros, a escasos minutos de comenzar un partido, se alivianaban con un pericazo, el por qué tendría que abstenerse. Quizá, eso era lo que le faltaba, tomarse las cosas con mayor calma, a la ligera. Despreocuparse. Al fin y al cabo, se trataba de un simple juego de pelota.
Pero aquél, el que disputarían a la mañana siguiente, no era cualquier juego. Era el último. El importante. El definitivo. No había otro. Era el partido que salvaría la mediocre campaña del equipo. Era la permanencia. De no lograrlo, descenderían hasta lo más bajo. A la peor categoría. A la de los marginados. Al mismísimo infierno.
-A ver cabrones, completen para un pomo,- comentó el Huesos.
Un malestar terrible lo levantó de la cama. La resaca era devastadora. Devolvió los tacos de buche, las quesadillas de tripa. Devolvió un liquido viscoso y amarillo. Sudaba como puerco. No estaba en condiciones.
El Huape miró al Huesos. Lo vio mal. Muy mal. Sudaba a chorros. Los ojos los tenía inyectados aún de sangre. Las piernitas del Huesos, temblaban descaradamente, se le hacían agua. El Huape se acercó a él. Lo jaló de un hombro, y agregó:
-Te dije que no bebieras tanto, te ves de la chingada. Aguántate. En el segundo tiempo entras.
“Maldita sea”, pensó el Huesos, una vez mas era marginado, obligado a la espera. Nunca había sido tomado en cuenta para iniciar un partido. Y el día que era requerido, no estaba en condiciones óptimas. Cuántas veces ocupando esas humillantes y gélidas bancas.
Mientras tanto, el Huesos, planeaba, conjuraba, ideaba las mejores tácticas para vencer al enemigo. Si él fuera el Huape se la jugaría con un 3-4-3, sacaría un central, al Chiquitin, más malo que la carne de puerco. Por supuesto, se imaginaba siendo él, un héroe y el salvador del equipo. Antes de terminar el primer tiempo, corrió a los baños. Ahí, aspiró por sus dos anchos poros un poco de la coca que había sobrado de la noche anterior. Fue una bocanada de aire fresco. Una descarga de energía. Libertad espiritual. Expansión en el ánimo. Anestesia de la angustia.
El Huesos se sentía listo. Fuerte para saltar a la cancha y hacerlos pedazos.
El corazón le palpitaba fuerte. Abrochó con fuerza las correas de las zapatillas verdes. Comenzó a calentar como un toro a punto de salir al ruedo. Hacia carreras cortas. Flexiones. Estiramiento. Lejos de parecer futbolista llanero, parecía un boxeador, un campeón del mundo. La frente, la cara, le escurrían de sudor. Era un espectáculo verlo calentar.
Volteaba desesperado a ver al Huape. Era el momento de hacer los cambios. El segunda tiempo empezó. Y, empezó mal. Carnicera Mayo, anotaba el primer gol del partido. A los 20 minutos, el segundo gol no pudo ser peor. Un mal cabezazo del Quesos se incrustaba en el ángulo derecho de su propia portería. El Huape no se inmutaba. El calentamiento del Huesos no bajaba de intensidad. El corazón del Huesos pataleaba de ansiedad.
Corrió al campo de juego. En el camino, un perro le mordió la pantorrilla derecha. La sangre goteaba sobre sus botines verdes.
Entró al minuto 88. Corrió desbocado por todo el llano. Peleó todas las jugadas. Luchó los pocos minutos, como si se tratara de la final de la copa del mundo. Buscó el contacto con la pelota. La casualidad hizo que la encontrara en tres ocasiones; un pase corto, un balonazo en la panza, que lo sofocó, y un flojo y escurridizo tiro afuera del área. Al minuto 93, un agudo silbatazo puso fin al partido. A la historia. Al descenso.
Solo, sin más que sus zapatillas verdes y ensangrentadas, el Huesos se perdía bajo los puñetazos de un sol demoledor.
Texto publicado en la revista Revés, en su edición 70, dedicada al fútbol.