Por: Chava Munguía
Habían pasado más de diez años desde la
última vez que los vio. Ray Landa llega temprano a la pizzería. Hace un calor
infernal. Vino a la playa con muchas dudas. En primera, detesta el calor, tanta
luz lo pone de humores insoportables. Cada mañana se para maldiciendo el sol,
maldiciendo el resplandor de la realidad. En segunda, es un temeroso del mar,
no sabe nadar y sus peores pesadillas han sido bajo el océano. Y, en tercera,
de qué podrán hablar cuatro hombres que tienen años sin verse.
Los otros tres llegan juntos. Le cuesta
trabajo reconocerlos. Ha pasado tanto tiempo. Dos tienen sobrepeso y el otro es
un cadáver viviente. La naturaleza para muchos ha sido injusta y cruel. Ray
Landa se para de la mesa y les hace una seña. Ellos lo reconocen de inmediato.
De no ser por su abultada barriga y por un par de anunciadas entradas en la
frente, Ray Landa se conserva igual que hace diez años. Se abrazan entre sí.
Ordenan primero dos jarras de cerveza, enseguida una pizza familiar, mitad
pepperoni y champiñones y mitad camarones con mozzarella. Intentan ponerse al
día. Las preguntas y los temas sobre la mesa son los mismos de siempre: trabajo,
hijos, matrimonio. Hasta cuando el hombre entenderá que son temas que a nadie
ya importan, temas caducos y obsoletos. Mientras comen, intentan recordar
anécdotas, historias que vivieron cuando fueron estudiantes. Ray Landa intenta
refrescar la memoria, pero es imposible. La nostalgia por el pasado lo irrita.
Detesta hablar y tener que recordar cosas. No entiende cómo la gente se obstina
en vivir del pasado. Sí el futuro es incierto, el pasado –al menos para él- es
inexistente. Han transcurrido dos horas, dos horas de parloteo y chisme. Para
Ray Landa ha sido una vida, se ha limitado a escuchar, a beber. Está sumamente
arrepentido de haber ido hasta allá a una reunión de excompañeros. Apenas es el
primer día.
Terminan de cenar. Se dirigen a un bar a
orillas del mar. Ray Landa agradece la invitación, argumenta que la comida no
le cayó bien. Pero Ray Landa es débil, un pusilánime. No hay poder más grande
en la tierra que la fuerza de voluntad, y a Ray Landa lo gobierna una extraña
fuerza de anti-voluntad.
En el bar pasa una de sus peores noches.
La música y el volumen le son intolerables. El bar está casi vacío. Las pocas
mujeres guapas van acompañadas. Ni siquiera el bacardi blanco lo pone de mejor
humor. A Ray Landa lo consume la
soledad, una soledad que no tiene fin, una soledad insondable; la soledad, el
destino de todos los hombres de la tierra. Es un hombre sin casa, sin amigos,
sin hijos, sin mujer. Sus “amigos”, en cambio, se divierten, han sacado a
bailar a tres mujeres que vienen solas. No son guapas pero se defienden en la
noche. Mueven ridículamente sus cuerpos por la pista de baile. Son inútiles los
esfuerzos de sus amigos por animarlo. Ray Landa ha dejado de formar parte de la
diversión. Está por marcharse cuando una morena lo aborda:
—¿Y qué, tú no bailas?
—No sé bailar
–contesta Ray Landa, sonriente.
—Yo te enseño, ven
–sugiere la morena.
—Gracias, pero
prefiero invitarte un trago.
—No me gusta el
Bacardí –rezonga la morena.
—A mí tampoco, por eso
te digo que vamos por un trago, qué tal un whisky –insiste Ray Landa.
—Mucho mejor –contesta
la morena.
La morena no es miss universo, pero posee
un cuerpo firme, un culo de yegua envidiable. Para Ray Landa la vida, incluso
la muerte, cobran sentido cuando una mujer está cerca. Su ánimo sin duda ha cambiado.
Ella no para de hablar. Él se limita a escuchar y a fingir sonrisas. Hay algo
en el movimiento de la quijada de
la morena que no es normal, tuerce la boca de manera inusual. Ray Landa reconoce esos movimientos,
también reconoce el buen humor de la cocaína, reconoce los ojos vidriosos, inyectados de ánimo,
como los que tiene la morena en esos momentos.
—Tienes una raya que
me consigas –suelta a bocajarro Ray Landa.
—Claro que sí… ven
conmigo –dice sin titubeos la morena.
Esnifan en una parte privada del bar. Ray
Landa y la morena inhalan con brío una, dos, tres rayas consecutivas. Sienten
la euforia. Sienten la lucidez. Sienten la nariz limpia. El aire, fresco. Una
sensación parecida a la que se aprecia en la boca después de una pastilla de
menta. Mientras que a Ray Landa la coca lo pone ansioso, a la morena la pone
caliente. Ray Landa y la morena se besan con un apetito voraz. La agitación de
ambos es intensa, sus palmas de las manos están empapadas de sudor.
—Te la quiero chupar
–dice la morena en el oído de Ray Landa
—No estoy de humor
–contesta Ray Landa.
—De lo que te pierdes
–agrega la morena desilusionada.
—Me tengo que ir…
-contesta el cobarde de Ray Landa.
—Me puedo ir contigo
–insiste la morena.
—No me siento bien
–concluye el patán de Ray Landa.
Afuera la noche es hermosa. Las
estrellas brillan claras, serenas, remotas. Ray Landa camina por la playa, sus
pasos son ligeros, tranquilos, regulares. Llega al hotel. Sube por su maleta al
cuarto. No sería capaz de soportar un día más. Se asegura de cargar las llaves
del auto y una botella de ron venezolano. Vuelve a la playa. Bebe a grandes
tragos de la botella. Bebe como un condenado, sin mesura, sin cadencia. El
alcohol circula veloz y con furia por su sangre. Se siente en paz. Borracho, se recuesta sobre la arena. Piensa
en la morena, en su culo, se arrepiente de no haberla llevado consigo. Piensa
en Lara, en la hondura que se hace en su espalda baja. Piensa
fragmentariamente en todas las mujeres con las que ha estado. Aún queda un poco
de noche. El murmullo de las olas lo arrullan profundamente. Duerme sobre la
negra noche. Duerme con la esperanza de no volver a despertar. Apenas es el
primer día.
......
»Fragmento de un
relato (en puerta) titulado Todo Incluido«
Twitter: @chavamunguias