Entré a la casa de Miguel –sí, se llamaba como nuestro querido Hidalgo y Costilla- al final de la sala su batería figuraba como santo adorado, con la que acostumbraba aturdir a los vecinos con su grupo de rock del que ahora no recuerdo su nombre. Después de pocas palabras y muchas rebanadas de pizza, la enorme casa con su silencio caía sobre mi cuerpo, anunciándome que algo estaba próximo a suceder. Él, con sus 11 años más, fumaba un cigarrillo mientras yo miraba sorprendida como salían de su boca perfectas donas de humo que hasta la fecha nunca he podido imitar.
Para entonces ya estábamos instalados en el sillón de la sala, estaba nerviosa, cuando se consumió aquel pitillo, como dicen los de la misma raza de nuestros conquistadores, mi falda, ya formaba parte de un desorden descomunal, y es que sus manos entre mis piernas junto al torrente que ahí se formaba era algo inefable.
El tiempo no transcurría en vano, el miembro de mi novio cada vez más conmovido por mi pubis de niña, se elevaba como mástil sin bandera, pero ni siquiera hubo un himno de preámbulo, sólo instrucciones de como llevar acabo dichos honores.
Mi ignorancia sobre los quehaceres del sexo aunado a mi inevitable excitación me hacía ver todo más confuso. Ya desnuda me cargó entre sus brazos por la larga escalera hasta su cuarto. Cada escalón era un segundo menos para llegar a lo incierto, cualquiera que fuese el secreto estaba apunto de ser revelado, sentía que caía cual niño héroe en un abismal hoyo pero de interrogantes.
Él con su experiencia me fue llevando por senderos caudalosos, entrañables, el amor en mí hacía acto de presencia, ¿que otra cosa me podía llevar a aquella semejante situación? Sólo el amor. Como en todo, el fin llegó, ¿Qué si tuve un orgasmo? No lo sé, sentí tantas cosas que si salió de mí en algún momento no me percate, pero mi interior se precipitó a vociferar ¡Viva mi Miguel!, su miembro ¡Viva!, mi vagina ¡Viva!, a esa había que echarle porras por salir victoriosa de tan sangrienta batalla que hizo doblegar a semejante monstruosidad.
No por eso habría que quitarle su crédito a él, que cual Pípila se defendió con su antorcha encendida hasta el final, yo, por mi parte, guardé mi secreto revelado en una Alhóndiga de Granaditas. Horas más tarde, cuando mi familia esperaba anhelante que nuestro Presidente pronunciara las palabras ya conocidas para después repetirlas con enjundia, mi cuerpo esta vez ajeno a mi propio yo, no despepitó ni un ¡Murió por la patria! Porque la Patria había muerto en mí antes de que las campanas anunciasen nuestra Independencia.