11 de noviembre de 2013
Elena
La mexicana alegría: ¿para qué sufrir por
separado
si nos podemos joder juntos?
Juan Villoro
Por: Salvador Munguía
Forcejeamos unos cuantos segundos.
La derribé después. En el suelo me abalancé sobre ella y le apreté
con fuerza el cuello. Me arañó la cara. Le solté un par de
puñetazos. Gritaba y me maldecía. Con las
rodillas inmovilicé sus manos y volví a sujetarla con
fuerza del cuello. Pataleó momentáneamente. Fue perdiendo el
aliento. Los ojos se le pusieron en
blanco. Su cuerpo, blando. Dejó de respirar. Después cogí
las lleves del auto. Y me marché.
Manejé un par de horas sin rumbo fijo. Estaba
anocheciendo. Me detuve en un pueblo. No sabía su nombre ni
en qué parte se encontraba. Busqué la única gasolinera y llené
el tanque. Compré unos cigarrillos y me volví a poner en
marcha. Era una noche fresca, nublada, lluviosa a ratos. Conduje
por un tramo lleno de curvas en ascenso. No reconocía nada. En el paisaje
había muchos pinos, árboles grandes y robustos, imponentes precipicios.
A lo lejos se veían casitas con rojizos tejados de
madera. El cielo se iba despejando cuesta arriba. Bajé los
vidrios del auto, olía a pinos, a encinos, a madroños,
a cipreses, a tierra mojada. Disminuí la velocidad. No muy
lejos se oía el descenso suave de un riachuelo. Me orillé y
bajé del auto. Chispeaba. Desde lo alto de la colina el viento
soplaba fuerte. Era un paisaje de fines de mediados de otoño, las
hojas estaban teñidas por el dorado y el pálido color que
producen las hierbas secas a punto de
morir. Inevitablemente, pensé en el bello rostro de
Elena. A ella le hubiera encantado estar aquí. También tuve
ráfagas de lo que había sucedido apenas unas
horas antes: era el rostro inerte de Elena. Me invadió un pánico
terrible. Era un pánico que comprimía todo mi pecho,
incluido el corazón que me palpitaba apenas, tenía dificultad al
respirar, sudaba a chorro, sentía mareos. Aun me dolía la
cabeza del jarrón que Elena me había estrellado en la
nuca. Me recargué en el cofre del auto y respiré
hondo. Enseguida comencé a devolver. Un minuto después, me senté
en el asiento del auto y cerré los ojos. Y comencé a llorar.
Sin duda, la echaría de menos. Me pregunté
qué sería lo que más extrañaría de aquella mujer. Encendí un
cigarrillo, el quinto de la noche.
Lo primero que se me vino a la mente
fueron sus nalgas. Tenía un culo soberano. Sus nalgas eran lisas,
suaves, grandes; su culo, redondo, grueso, limpio, listo. Un culo
que sin duda había nacido del fuego de Cristo. Fue su culo cubierto
por una falda corta y negra lo primero que vi, esnifaba coca en
un rincón, de espaldas a todos. Había pasado casi año
y medio de aquella fiesta en donde la conocí.
—Hola, perdón por mi atrevimiento, pero qué bonitas
nalgas tienes –le dije mientras le ofrecía un trago.
—Lástima que no sean tuyas –me contestó
con una bella sonrisa y con la mueca que hacen todos después de
haber consumido coca. Aquella noche terminamos follando en un baño. Ella
se corrió rápido. Yo no pude, estaba muy borracho. Y fue así
como una noche cualquiera, dos fugitivos se encuentran en el vasto, inseguro y
violento universo.
Algunos meses después, me fui a vivir
a su casa.
Me subí al auto, encendí otro cigarrillo, el sexto
de la noche. Eché a andar el auto y avancé
despacio, otra vez sin rumbo fijo. Recordé que había pasado casi un día
sin comer. Me invadió mucha sed y hambre. Se me antojaron en ese momento
los huevos rancheros que Elena preparaba todos los sábados. Era una costumbre
sabatina, despertábamos aun borrachos y Elena tenía la fuerza para levantarse,
partir naranjas, exprimirlas, hacer el jugo, coser tres chiles, un jitomate y
una cebolla para la salsa. Hacía unos huevos estrellados que rayaban
en la perfección. Su técnica era casi artesanal. Quebraba los huevos
con una sola mano, después arrojaba los huevos delicadamente e iba moviendo el
sartén de manera circular, los bordes nunca iban fritos y la yema era líquida y
jugosa, al final les ponía una pisca de sal y pimienta. Eran exquisitos.
Manejar de noche me relajaba. Había dejado de
llover. Me di cuenta que mis manos, sujetas al volante, tenían restos de
sangre seca. Hasta ese momento me di cuenta que también tenía sangre en la
camisa y en el pantalón. Disminuí el paso, prendí la luz interior
del auto y me vi en el espejo retrovisor. Me veía demacrado. Tenía un largo y
profundo rasguño en el pómulo derecho. Sentí pena por mí mismo. Casi
nunca me miraba al espejo, salvo cuando me fuera a rasurar y eso era muy de vez
en cuando. Me asustaba verme, además, el hombre que se ve al espejo sin
necesidad, peca de mucha soberbia y, ya de pecados estaba harto.
Asesinar a otra persona debía ser uno de mis peores pecados. No era
el peor, habrá que decir. Un asesinato es adelantarte un poco a los que Dios se
va a encargar de hacer más tarde. El problema era que había asesinado a la
persona que amaba.
Encendí otro cigarrillo, el séptimo de la noche.
Conducía a baja velocidad. Ahora iba en descenso por aquel mar
de curvas. ¿En qué momento se había jodido todo entre nosotros? -pensé.
Las relaciones se joden desde el primer momento en que dos personas deciden
coger sin estar borrachos. Yo era un hombre jodido desde el principio, desde
aquella vez del baño. Era un hombre enculado de una mujer como nunca. Todo
había sido muy rápido. Además, seducido por la idea de que cada quien tendría
su propio espacio, su propio cuarto, cada quien tendría el derecho de salir con
quien fuera, de acostarse con quien se nos pegara la gana. Palabrería nomás. Yo
no estaba dispuesto a dejar mosquear el ganado. Tarea casi imposible.
Elena poseía una belleza rara y extrovertida. Era
una mujer segura, atractiva y condenadamente coqueta. La soberbia de toda mujer
joven y guapa. Tenía toda la energía de una chica de 23 años. Casi todos los
días salíamos, bebíamos y consumíamos alguna droga. Pero yo era un hombre de 33
pesados años, me costaba trabajo recuperarme pronto, o coger tres veces una
noche -un hombre de 33 años necesita que lo abracen en la noche o, al menos que
lo dejen en paz, durmiendo-. El problema de relacionarse con veinteañeras es que
nunca están conformes con nada, ni con nadie, pareciera que siempre están a
punto de marcharse a algún lugar, como si las esperaran en otro sitio donde en
realidad está la mejor fiesta. Elena no era la excepción, de vez en cuando
salía con otros chicos a los que llamaba amigos. He insistido hasta el
cansancio que un hombre y una mujer no pueden ser amigos, en el aire vuela una
tensión sexual. Ni siquiera confiaba en sus amigos afeminados, no son distintos
a uno; tienen también un pito que se les para, de diez dedos y una lengua. Yo
desconfiaba siempre de ella, no se trataba de inseguridad, era prudencia, era
miedo. El miedo, la sana reacción de cualquier ser vivo ante el peligro. El
miedo nos protege y nos salva. Lo que no tiene miedo se extingue estúpidamente.
Yo tenía miedo de perderla. No tenía pruebas pero era consciente que de vez en
cuando me engañaba. Y, quien crea que su mujer no lo engaña, es un ingenuo. Las
mujeres lo hacen bien, constantemente y cuando menos lo imaginas. Además, la
mujer tiene la obligación de traicionar a un hombre, a muchos, a todos. Yo
sabía cuando me engañaba, y poco o nada podía hacer. Elena regresaba a casa
desilusionada y triste. E incluso, me daba la impresión que las veces que me
traicionaba me quería más.
Milan Kundera decía que la traición significa
abandonar las propias filas e ir hacia lo desconocido. Elena parecía
arrastrarse a terrenos desconocidos, propios de una veinteañera. Kundera,
insistía, además, que la primera traición es irreparable, producen una reacción
en cadena de nuevas traiciones. Yo también formaba parte del escalafón de
nuestras propias traiciones. Traicionaba a Elena, no con el afán de venganza,
quizá, incluso, lo hacía antes que ella, pero había una diferencia, no lo hacía
buscando caminos desconocidos, era más por una forma de ir aferrándome del
mundo a mí manera. No solo era placer, era más una obsesión, no por las
mujeres, sino por lo que hay en ellas, las diferencias que distinguen a una de
otra. Pero tantos los hombres como las mujeres nos indigna saber que no seremos
los primeros, al entender que no somos los últimos y al descubrir que no somos
los únicos. Pero hay de traiciones hay traiciones. No es lo mismo traicionar a
tu patria que traicionar a tu mujer. Como no es lo mismo traicionar a tu mujer
con otras mujeres lejos de su mundo. No será lo mismo traicionarla con una puta
que con su hermana. Como tampoco lo es que tu mujer te traicione con un amigo,
por ejemplo. Elena me traicionó con Teo, mi amigo, uno de los que dicen se
cuentan con los dedos de las manos. No es una simple traición, ésta valía
doble.
Había ya consumido la mitad del tanque de gasolina.
Atravesé la avenida principal de un pueblo de paso. Tenía entumidas las piernas
por el frío y por tanto tiempo de permanecer sentado. Busqué un lugar apropiado
para estacionarme, bajar a estirar, orinar. Afuera del auto hacía un frío que
me quemaba los huesos. Encendí un cigarrillo, el décimo de la noche.
No se cuida a una mujer de los desconocidos, se
cuida de nuestros propios amigos, los enemigos son invisibles. Un amigo siempre
desea tirarse a tu mujer. El amigo está al acecho de tu mujer, busca un
descuido, un tropiezo para quedarse con tu mujer y echarte a patadas de tu
propia casa. Podemos seguir tranquilos, porque serán debidamente
correspondidos. Yo también llegué a desear a sus mujeres, y las peores de mis
crudas morales fueron cuando no pude detenerme en ese hermoso camino de la
traición, en esa delgada línea que se divide entre el deseo y la culminación
del acto carnal. Teo y Elena cogían descaradamente cuando yo me ponía muy
borracho, cuando tenía que salir de la ciudad por trabajo, o cuando Teo sabía
que me iba con otras mujeres.
Después de haber orinado, haber estirado y haberme
cambiado la camisa ensangrentada. Caminé hacia la plaza. Me había hartado de
manejar. Me senté en una banca. No sabía qué hora era. Todavía no amanecía.
Encendí otro cigarrillo, el doceavo de la noche.
A partir del descubrimiento de lo de Teo y Elena,
nada cambió entre nosotros. No guardé rencor alguno. Yo la quería y ella a mí.
No éramos ni muy felices, ni tampoco infelices, éramos una pareja moderadamente
satisfecha. El amor se hacía en la mañana en todos los sentidos. Disfrutaba de
su compañía, no había tiempo para el aburrimiento y el hastió que exige
cualquier larga convivencia. Incluso me gustaban nuestras discusiones inútiles,
el gusto por la repetición, que nos
recuerda quiénes somos. No se conversa para llegar a una conclusión, sino para
escuchar al otro rebatir cualquier argumento nuestro, por tonto que sea. Pero
algo había cambiado en ella. Una profunda tristeza la despertaba a mitad de la
noche. Despertaba llorando. Constantemente estaba distraída, perdía las llaves
del auto, la cartera, el celular. Durante las comidas, retraída, se comía los
padrastros de los dedos.
Me subí al coche. Hubiera deseado tener un auto con
un motor ruidoso, despertar a los parroquianos, a los fantasmas, también ellos
se despiertan con demasiada fuerza. Pensé en Teo. Dónde poder enterrarlo. Para
cavar un hoyo profundo necesitaba comer algo, me sentía fatigado y débil. Pobre
Teo, en realidad lo estimaba mucho. A Teo lo maté un día antes que a Elena.
Decidí matarlo porque consideré un exceso su traición. Quizá si hubieran sido
prudentes y discretos, no lo hubiera hecho. Y porque a pesar de que digan que
la amistad es efímera y pasajera, yo era un romántico, seguía –y sigo- creyendo
que la amistad es para siempre. O, quizá si me lo hubieran dicho, en una de
esas aceptaba, por qué no. Quedamos de vernos en Las Cachorras, un botanero al
poniente de la ciudad, vimos el futbol. Hablamos muy poco de nuestros trabajos,
le recomendé que leyera a Norman Mailer, hablamos de la selección,
deseaba con toda su alma que no fueran al mundial y creía firmemente, a pesar
de tanta pendejada, que el Chicharito debía seguir siendo titular. Salimos a
las once de Las Cachorras. El plan era seguir bebiendo en mi casa. Me preguntó
por Elena, le dije que ya nos esperaba. Lejos de enojarme, sentí pena por Teo,
me embargó una tristeza y unas ganas de matarlo de una vez. Todavía no le
disparaba y ya lo extrañaba. Pobre Teo, en realidad lo quería, era de esos
amigos que dicen, se cuentan con los dedos de las manos. Nos detuvimos a
orinar. Le disparé tres balazos por la espalda y, lo eché a la cajuela. Al
llegar a casa, tomé una ducha e hice el amor con Elena. A la mañana siguiente,
me tomé el día y no salí de casa. Fuimos a surtir la despensa con Elena,
compramos vino tinto para la comida, una botella de mezcal y muchas cervezas.
Al salir del súper, estuve a punto de abrir la cajuela, por un momento había
olvidado que ahí se encontraba el cuerpo de Teo. No pude evitar reírme un poco.
Subimos todo al asiento de atrás y nos marchamos.
Los parpados comenzaban a ponérseme arenosos.
Estaba muy cansado de manejar. Comenzaba a amanecer. De pronto, escuché el
sonido que emitía el sonido de mi celular. Estaba tirado debajo del asiento del
copiloto. Me tocó trabajo alcanzarlo. Cuando por fin lo tuve en mi mano
colgaron. No me dio tiempo de saber quién llamaba. Lo puse entre mis piernas.
Un minuto después volvió a sonar. Era el teléfono de Elena. Me quedé helado.
Escuché el propio sonido que emiten las tripas en el momento de la emoción o
del miedo.
—Bueno, buenoooo, Salvadoooor, contestaaaa,
chingao.
Colgué. No sabía que contestar. Era la voz suave y
dulce de Elena.
Volvió a sonar el celular.
—¡Buenoooo! ¡Cariñoooo! ¿Por qué no contestas?,
¡Salvador, carajo, responde!
—Bueno –dije-. No reconocía mi voz, sonaba hueca, a
destiempo.
—Cariño, ¿dónde has estado?
Silencio.
—¡Salvador, por favor, contesta, carajo!
—Elena, perdón –dije.
—¿Dónde has estado? Feliz, cumpleaños, mi amor
–había olvidado mi propio aniversario.
—Cariño, ¿dónde te metiste el día entero? -Elena
arrastraba las palabras-. —¿Dónde estás? –volvió a insistir.
—Ven, rápido, Salvador. Te extraño. Hace mucho
frío. ¿Te saliste con chamarra al menos?, te vas a volver a enfermar.
Tenía un nudo en la garganta. Sentía el cerebro
hecho estropajo.
—Voy en camino, Elena.
—Apúrate, ya se van todos.
—¿Quiénes?
—Los invitados, Teo, Amy, Trini… los demás ya se
fueron, te estuvieron esperando.
—Enseguida llego.
Metí fondo al acelerador. El velocímetro marcaba
150, 160, 170 kilómetros por hora. Velocidades que solo a Dios le gustan.
Volvió a sonar el celular.
—Buenooo –contesté agitado.
—¿En dónde vienes? –preguntó Elena-.
—No sé, cariño.
—Pues apúrate, ya se fueron todos, solo quedamos
Teo y yo.
Encendí el último cigarrillo. Amanecía. Había un
filo rosado que bordea el cielo allí, enfrente de mí. A través del teléfono
alcanzaba a escuchar una triste canción, era Heaven knows I’m miserable now, de
los Smiths. Eran sonidos a nostalgia, a la piel de Elena, a mi hogar.
Twitter: @chavamunguias
Suscribirse a:
Entradas (Atom)