La siguiente historia no debe ser leída por nadie, a menos que sea un miserable. Así inicia la novela de un escritor escocés que leí hace tiempo, pero eso poco importa. Estamos en épocas en que el mundo lo mismo se solidariza para ayudar a víctimas de maremotos, que para bombardear ciudades de por sí en ruinas. Nada menos ayer me subí al microbús y una mujer me pidió dinero para los huérfanos del Sagrado Corazón de Jesús. Cuando me negué, se dio la vuelta y pude observar unas bellas nalgas. ¿Por qué se dedica a pedir limosna pudiendo vender su cuerpo? Estoy llevando este relato a dimensiones absurdas. ¿No es así mi vida?
Era la una de la tarde de ayer cuando abrí un libro sobre el futuro de la humanidad. Las ciudades estarán bajo el fango, los reptiles devorarán a la especie humana y regresaremos al triásico. Aunque la obra consta de 222 páginas, las palabras anteriores la resumen por completo. Se ha hecho costumbre en mis amigos citarme a cierta hora para después hacerme esperar como un imbécil. Ahí estaba, a la una de la tarde, esperando a uno de esos idiotas, cuando comencé a leer la historia descrita. Una extraña tarde comenzaba. La primera línea decía que “un curioso silencio se cernía sobre la nave”, pero mis ojos y cerebro cambiaron el “cernía” por “servía”. Ahí no acabó todo; conforme avanzaba en la lectura, las palabras cambiaban dando una connotación completamente errónea a la historia. Así, fui confundiendo barco con banco, baranda con barranca, nítidas con nutridas, carcomidas con calcolmanías y un sinfín incoherencias. Cerré las páginas y traté de recordar cuándo fue la última vez que consumí heroína. O tal vez es que recientemente estoy apasionado con las ecuaciones de tercer grado; paso noches enteras resolviendo ejercicios matemáticos que, estoy seguro, me servirán para un carajo. ¿Por qué mi cerebro no está dando la orden de leer como se debe? ¿Estaré necesitando anteojos? Me cansé de esperar y salí rumbo a ninguna parte, sólo quería caminar, despejarme y recibir algunos rayos de sol.
Dos horas más tarde mi estómago pedía algo de alimento. Por la mañana sólo tomé café y unas galletas que compro desde hace una semana; en el interior viene una calcomanía de extraterrestres en tercera dimensión. Recordé que días atrás conocí a un tipo dueño de una tortería, quizá me recordaba y decidiría no cobrarme. Al final preferí evitar que me viera como un oportunista y me dirigí a una cuadra de distancia, en una fonda donde además de una estufa había videojuegos. Aunque mi decisión era pedir guisado, le dije a la mesera que me sirviera una torta, acompañada de un café americano. El calor me abrumaba, un jugo de naranja o una cerveza hubieran sido mejor que un café, pero, al igual que en la lectura, una vez más mi cerebro estaba desconectado y me hacía comportarme en contra de mis deseos. Cabe apuntar que el servicio fue pésimo, pues la torta contenía una milanesa mal cocida y el café me lo dieron con 25 minutos de retraso. Por supuesto que no les iba a pagar ni un centavo. Cuando la muchacha se acercó a mí, dejó una nota por 32 pesos. Los puse sobre la mesa y me largué sin decir ni pío.
A Julia la conocí en un verano. Llegué a mi clase de alemán cuando la encontré sentada, platicando con mi amigo Ramiro, un aficionado a la música hindú y las artes marciales. La conversación me pareció tan soez, que salí a fumar mientras el profesor arribaba. No sé en qué momento la empecé a amar. De pronto despertaba pensando en ella o soñaba que era mi esposa mientras yo purgaba una condena de 20 años en prisión. Por varios meses se convirtió en una obsesión, pero mi timidez no me permitía expresarle mis sentimientos, hasta que un día, en mis cinco sentidos, me armé de valor y le solté la sopa.
Julia nunca me había llamado por teléfono, pero ayer lo hizo. Me invitó a una fiesta en casa de Alicia, que ya rebasa los 30 años. Pensé entonces en agradecer que me tomara en cuenta y ofrecerme a pasar por ella en mi viejo Ford 89. “No sé si pueda”, le dije y colgué.