21 de agosto de 2011
El Parto
La madre de la criatura rompió aguas cerca de las 9 de la mañana. Al menos eso era lo que creíamos. Era 18 de agosto. Era una mañana caliente del verano californiano, a 103 grados fahrenheit. Es una obligación de un hombre común y corriente maldecir al cielo cuando no hay nubes en el horizonte, y eso hice. Manejé desesperado en una ciudad desconocida. Entramos al hospital a las 10. Un par de enfermeras de miradas neuróticas la recibieron. No parecían impresionadas.
—Váyase, nosotros nos encargamos –dijeron de manera campante.
—Pero… -no concluí la palabra-.
—Aquí usted solo perderá el tiempo, además el doctor no está, nosotros nos encargaremos de prepararla.
—No, no te vayas –dijo ella- lo menos que puedes hacer conmigo en estos momentos es solidarizarte, te necesito.
—Ya escuchaste a las enfermeras, tengo que seguir piscando. Necesitamos el dinero para los pañales, la leche y un sin fin de cosas. Más tarde regreso.
—No te muevas de aquí. Lo que deberías hacer es preguntar por el paquete del video de parto y las fotografías.
—Eso está prohibidísimo, cariño. Además es de mal gusto –dije yo.
—Tenemos que irnos… el paquete cuesta 100 dólares –dijo la enfermera.
—Santo cielo, eso es un dineral, lo haré yo mismo con mi celular.
—¡Estás loco, paga, no seas codo!... además te mareas cuando hueles la sangre de pollo, no lo soportarás.
—Soy hombre, no payaso.
—Es hora –dijeron las enfermeras.
En el fondo tenía razón. Siempre he padecido a la sangre y a los hospitales. La sangre me produce mareos y los hospitales tics nerviosos. Pero había algo que no terminaba de entender, en qué momento el morbo invadió la vida de un recién nacido, era un exceso andar grabando o tomando fotos a mujeres maltrechas recién paridas y a cuerpecillos sangrientos acabados de salir. Sin duda, se trataba de una profanación a un recinto donde se da vida.
Grabé en mi memoria el número de la habitación: 4242. En seguida me puse a releer el Gran Gatsby de Scott Fitzgerald. El día transcurría lento y aburrido. Veía a padres desesperados ir y venir de un lado a otro. En la sala de espera algunos padres veían el televisor, novelas mexicanas del año del caldo. Hojeé una revista de madres. En la página 37 leí lo siguiente: “en las mamás primerizas, la dilatación dura una media de 10-12 horas, el expulsivo, unos 20 minutos y el alumbramiento una media hora como mucho. Si por el contrario no eres madre primeriza, los tiempos varían bastante, de 6 a 8 horas la dilatación, el expulsivo unos 10-15 minutos y el alumbramiento 15 minutos.” Joder, me esperaba un largo día. Cerca de las 5 de la tarde, me avisaron que no había roto aguas, pero que ya no tardaba, sentía contracciones dolorosas de manera regular, las contracciones indicaban que el cuello del útero se ablandaba y se acortaba para empezar a dilatarse, lo más aconsejable era no moverse del hospital. Enfadado y harto me fui a caminar por ahí. Regresé cuando estaba oscureciendo. Una enfermera vino a mi encuentro.
—Puede pasar a verla, 5 minutos, no más.
La futura madre dormitaba cansada en una cama. Tenía varias mangueritas conectadas a los brazos. El globo blanco era una ampolla de tortura que sobresalía debajo de las sábanas, palpitante. Con la voz blanda, débil y jadeante me dijo lo siguiente:
—Voy a morir, Salvador, ahora sí serás feliz y libre para siempre.
—Por el amor de Dios, no digas tarugadas.
—Hazte cargo del niño de vez en cuando. Se lo quedarán mis papás. A veces eres buena persona pero siempre mala influencia. –Momentos después una contracción hizo que se le retorciera todo su cuerpo hinchado.
—Haga lo posible por dormir, señorita –recomendó la enfermera.
—No tengo sueño –contestó ella.
—Haga el esfuerzo porque los próximos 18 años no podrá.
—Tiene que irse –me dijo la enfermera.
—No te vayas a ir del hospital, presiento que voy a morir, y te recuerdo que por tú culpa estoy a aquí -agregó antes de que me marchara de la habitación.
Afuera flotaba en el aire una espesa capa de angustia, desesperación y cansancio. Padres primerizos que se mecían los cabellos, otros, los experimentados, hacían un recuento de las horas que sus mujeres habían tardado previo al alumbramiento.
—36 horas y 25 minutos duró mi esposa –dijo uno.
—La mía duró 57 horas, 3 minutos y 7 segundos –expresó otro.
—No me la van a creer, pero mi mujer duró 5 días y 4 noches, 34 minutos y 18 segundos –se aventuró uno más.
Hablaban como sí se tratara de una competencia de caballos. El ambiente me puso de mal humor. Ya había oído suficiente. Era mejor irme a descansar. No había nada que hacer ahí. De vez en cuando se escuchaban aullidos de una mujer quejumbrosa.
¿Qué puede hacer un hombre en las salas de espera de un hospital? o peor aún, ¿qué puede hacer un hombre dentro de la sala de operaciones mientras una mujer está por parir? Nada, nada es la respuesta. Es tan inútil como el par de senos que lleva en los pectorales.
A esas alturas del día, los futuros abuelos del crío hicieron acto de presencia. Era el momento preciso para marcharme. Un baño de agua caliente, un caldo de pollo y recostarme algunas horas, era lo que necesitaba. Me despedí de los futuros abuelos. Me miraron con odio, sin decirme nada. Y me marché. Era la una de la madrugada. Era un nuevo día.
Al llegar a casa no había nada; el generador del agua se había descompuesto, no había nada que comer y no pude dormir. Una extraña sensación de remordimientos me acosaban. Salí a fumar un cigarrillo, es el deber de todos los padres del mundo. No terminé de fumarlo. Mejor me serví un trago de vodka con tonic. Por cada trago que daba, una punzada de culpabilidad me invadía por no estar ahí. La tradición me obligaba a tener que solidarizarme, sus palabras me retumbaban en todo mi ser, “no te vayas a ir, es tú deber”. Era una obligación compartir el dolor personal, había de por medio una herencia común. Mi ausencia sería imperdonable. Cuando la criatura tuviera conciencia, quizá se enfadaría sí supiera que su padre dormía mientras él se debatía entre la matriz y la vida en la tierra. En esos momentos recordé la historia de mi madre. Sin entrar en detalles, mi padre había preferido irse a un festival de rock mientras un servidor daba las primeras bocanadas de aire en el mundo. Unos goterones corrieron por mis mejillas. Terminé de tomarme otro vaso de vodka con tonic. Me enjugué la cara, me cepillé los dientes y manejé a 100 por hora. Soplos de aire cálido provenientes del Valle de San Joaquín entraban por la ventana del auto. Me pasé todos los semáforos en rojo, no me importaba que el sheriff o el paltrow police pudieran detenerme, yo tenía que estar ahí.
Arribé al hospital de nueva cuenta a las 5 de la mañana. Era 19 de agosto. En la sala de espera encontré menos padres. Ya nadie discutía. Había un silencio demencial. Sus rostros pálidos reflejaban cansancio, hastío, sueño. Algunos dormitaban a ras de suelo. Era una imagen deprimente. Agradecí al Señor no encontrarme con los padres de Martha. Pregunté por ella a una recepcionista que hablaba mitad inglés y mitad español: “yo no la miro for here, no have information, señor”. Carajo. No había noticias. Me senté en una silla. El tiempo seguía escurriendo, sin prisa. Me quedé dormido como una piedra aproximadamente 3 horas. Una mujer tuvo la impertinencia de despertarme, era la madre de Martha. Me informó que a las 11 de la mañana Martha ingresaría la sala de partos. La hora estaba por llegar. Antes de que cualquier cosa fuera a pasar, me fui a llenar la barriga de comida. Fui a un mercado parecido a los que hay en México, comí un taco de bistec, uno de chorizo, una tostada de camarón y una agua de limón, estaba hasta la madre de comer hamburguesas. El reloj marcaba, las 10 con 47 minutos.
Ingresé a la sala de partos. Había sido aprobada la presencia de dos personas. Una era la mía y la otra su mamá. Una vez dentro, vi el cuerpo abultado revolviéndose de dolor, de desesperación, de ansiedad, de sufrimiento. No encontraba palabras de consuelo. Solo los clichés de siempre: “ánimo”, “todo estará bien”. De pronto, los achaques me arremetieron. Primero, un parpadeo constante, después, golpecillos cardiacos con sudoración en toda la espina dorsal me estaban haciendo pasar un mal rato. A partir de ahí, la inercia fue la misma; a ella le daban contracciones, y su madre y yo, intentábamos animarle.
En punto de las dos de la tarde, rompió aguas. Llegaron otras dos enfermeras.
—¿Lista?, es hora de pujar, señorita –dijo una de las enfermeras.
—Sí fuera señorita no estaría pariendo un chiquillo –exclamó la sobredicha.
—No es momento de discutir eso –dijo sensatamente su madre- y haz lo que te indican.
Bañada en sudor, con las sábanas húmedas, la boca torcida, las piernas dobladas y abiertas, se escuchó un alarido como un animal en brama. El dolor cesó y respiró muy hondo. Llegó otra contracción y volvió el dolor. Llegó otra y con los ojos en blanco y desorbitados blasfemó contra el mundo, contra las pobres enfermeras, contra su madre. Entonces recordó que yo estaba ahí:
—Pero algún día me la pagarás, maldito… daría mis piernas y mis intestinos por verte en mi lugar, cretino.
—Tranquila, cariño –decía yo queriendo apaciguar-. Pero para entonces yo también estaba muy mal. Sentía mareos, jaquecas, ganas de vomitar.
—Sal de ahí escarabajo –creo que se dirigía al chamaco que no quería salir-. La verdad es que el crío se estaba portando como un autentico vaquetón. Le estaba haciendo pasar un mal rato a su madre y mí una autentica pesadilla.
—Déle más fuerte… con fuerza, ya casi –decían las enfermeras, sus voces parecían llegarme del más allá.
Una de las enfermeras puso una pastilla en mi boca y un vaso con agua.
—Tómesela, se sentirá mejor, está usted muy amarillo, y haga el favor de ponerse detrás de la cama, en la cabecera, sirva de algo –le enfermera puso una revista en mis manos-.
Me puse detrás de la cabecera y con la revista que servía de abanico comencé hacerle airecito.
El dolor se reanudó y la volví a verla forcejear. Se aferró con voracidad sobre los barrotes de la cama, le escurrían lágrimas de los ojos, tenía los labios resecos e hinchados. Le mecí el pelo hacía atrás:
—No podré soportarlo, Salvador…. No podré… -hizo un aullido que vibró en todo el hospital.
—Tú puedes –me limité a decir-. No podía decir nada, un nudo en la garganta me lo impedía. Mis mareos no cesaban, sentía pequeños ataques cardíacos, tambaleos. Ahora comprendía muy bien por que mi padre había preferido irse a un concierto de rock.
El reloj marcaba las 2:17
—Descanse… pero las posibilidades de parto natural se le están agotando. Haga lo posible, de lo contrario tendré que llamarle a doctor para que le ayude –la enfermera hizo abrir y cerrar unas tijeras filosas-. Yo sentí más mareos.
—Cuando llegue la contracción no gasté energías en gritar, concéntrese en pujar, sólo puje, fuerte, muy fuerte.
—No puedo, enfermera, no puedo mamá –dijo Martha cansada, con los ojos blancos.
Su madre con una rosario entre las manos, no paraba de orar. Tanto balbuceo me tenía más mareado.
—Ahí viene la contracción, enfermera. Esta vez tiene que salir. Por el amor de Dios, haz que salga –decía Martha desolada.
La enfermera previno una bandeja.
Vino la última contracción. Primero fue un quejido in crescendo. Después emitió un gruñido como una yegua relinchando, tenía la cara torcida, roja. Luego, apretó los dientes y vi como el cuello dio un giro de 360 grados como poseída por extraños demonios, después, los ojos otra vez en blanco.
—Ahí viene, ahí viene, ya los vemos, puje, siga pujando, usted puede… déle, déle…más, más… -su madre rezó con mayor fervor.
Me atreví a mirar y vi como se asomaba una cabeza llena de sangre. Después vi como salía otra cabeza. Y, cuando el cuerpecillo estaba mitad fuera, mitad matriz, vi como se agitaban tres manos con muchos dedos. No lo podía creer, mi hijo era un monstruo. Era un producto de mi vida impoluta, de mi vida llena de excesos y trasnochadas. Era producto de mis pecados, pecados graves. De todas mis perversiones. Algún día tenía que pagar y había llegado el momento.
Hilitos con olor a sangre se colaron por mis poros y sentí como se me doblaron las rodillas. Desfallecí en el preciso momento, no podía soportar aquel acontecimiento. La naturaleza y todos los dioses, se había puesto en mi contra.
Me despertó una de las enfermeras de mirada neurótica:
—Se ha usted desmayado. Recupérese, desde hoy es usted padre. Felicidades.
Hice un recordatorio de lo que acababa de presenciar. No había duda; había engendrado un pequeño monstruillo. Estaba seguro que este acontecimiento me dejaría secuelas mentales por el resto de mi vida. Apreté los dientes, estaba devastado. Pero no podía llorar. No quería que nadie me viera derramando lágrimas y se compadeciera de nosotros. Con el corazón hecho trizas, tenía que enfrentar la realidad. Además, existían muchos circos donde mi hijo podría desenvolverse sin complejo alguno. Los records guinnes no tardaría en llegar y pronto seríamos ricos y famosos. Estas últimas posibilidades me hicieron sentir mejor. No había por que avergonzarse del monstruillo. Caminé a paso seguro. Sin temores ingresé al área de cuneros.
-Felicidades, señor, está hermoso su hijo –me dijo una enfermera de buen ver, con cabellos color espiga y cuerpo ondulado.
En la ficha técnica leí lo siguiente:
Name: Nicolás Munguía
Weight: 7 libras, 4 onzas.
Length: 21 pulgadas.
Detrás del vidrio vi al chico. Parecía arrugado y feo, como un gnomo bañado en yema de huevo. Chilló como un gato cuando me lo enseñó la enfermera. Conté diez dedos en las manos, diez en los pies y un solo pene. La verdad es que un padre no podía pedir más. No pude contener las lágrimas. Sentía un rugir de olas estrellándose en mis oídos. Tenía las palmas de las manos sudadas. Sentí burbujas en el estómago, debilidad en las piernas, la boca seca. Le di las gracias a Dios. No hubo necesidad de pedir perdón.
La madre de Nicolás dormía plácidamente. Estaba exhausta. Había sufrido demasiado. Pero así era la vida: el hombre cazador y la mujer recolectora. La mujer sufre mientras el hombre se preocupa. Una tenue sonrisa se dibujaba por sus pequeños labiecillos. Me acerqué y le acomodé su cabello. Me despedí de ella en silencio.
Me dirigí feliz y satisfecho a descansar. El calor era intolerable. Yo también estaba agotado, hambriento, sediento. Me urgía dormir. Al llegar me tiré en el sofá. Soñé con mi padre y con Nicolás. El sueño era en la tierra fangosa de Woodstook. Era también verano pero de 1969. El aire olía a marihuana. Mi padre cargaba en los hombros a Nico. Bebíamos cerveza. A lo lejos se escuchaba a Joe Cocker cantar you are so beautiful. Estaba por venir lo que todo mundo esperaba. Juntos salieron el primer rayo de luz y Jimmy Hendrix. Miles de almas enloquecieron. Poco me importaba Jimmy, yo enloquecía cuando veía los ojos desorbitados y malvados de Nico buscando un punto fijo. Jimmy pedía un par de minutos para afinar. Juntos escuchamos el wah-wah de su strocaster blanca, eran los primeros acordes de voodoo child. Carajo, los tres presenciando un hecho histórico, inmortal. Era un sueño. Era un hermoso y dulce sueño. Ahí estaba el origen de mi vida y mi única herencia tangible, real, viva, de carne y hueso, producto de mis entrañas: Nico.
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