19 de junio de 2008

Un dulce olor a campo

Muchas gracias a los colaboradores 'ocasionales' de Cannibal Twist que gracias a ellos han enriquecido este blog con interesates reflexiones del Mèxico actual, tal es el caso del reconocido escritor y poeta Gaspar Aguilera, así como también de la escritora Rafaela Rentería (musa de Gapar) por sus escritos mordazes y críticos de nuestra sociedad.

El siguiente texto es de Francisco Valenzuela, es económista y dizque periodista, de las pocas cosas buenas que hace, es editar mensualmente la revista Réves en la ciudad de Morelia. Este texto es un ejemplo del sarcasmo, el humor negro y la provocación de la literatura 'insolente' del buen Paco, al que por cierto también se le agradece su participación para este blog. Si usted lo conoce, cualquier parecido con la realidad, es mera coincidencia...he aquì lo escrito....

Un dulce olor a campo

Por: Francisco Valenzuela

“Idiota”. “Me caes gordo”. “Te odio”. “Nunca me pones atención”. “Tu agenda siempre está llena”. Así solían ser los reclamos de Lizette, una chava que estudia Letras y tiene todas sus esperanzas puestas en la trova y la poesía. De ella sólo eso conozco, pues ignoro otros detalles como la fecha de su cumpleaños, sus apellidos, el número de hermanos, o si prefiere al pan Wonder sobre el Bimbo. Según ella, las parejas deben conocerse a fondo y solucionar juntos sus problemas, aunque a mí siempre me ha resultado más excitante amanecer al lado de una semidesconocida. Pero no es de Lizette de quien quería platicar, sino de cómo llegué a Tico, pueblo michoacano en el que me autoexilié por cuatro meses.

Todo comenzó cuando Laura, la mujer que llevaba la contabilidad de mi negocio, me informó que por algún descuido había olvidado hacer la declaración anual ante la Secretaría de Hacienda, detallito que tendría que cubrir yo a un costo del que ya no quiero ni acordarme. Laura, al igual que muchas mujeres que conozco, es una puerca que va por la vida con bandera de puritana, pero lo que realmente quiere es sexo y un poco de cocaína. —Si pasas esta noche conmigo te prometo que mañana solucionamos lo de Hacienda, sólo los pendejos pagan impuestos, o los que tienen contadores pendejos, pero tú, papito, tienes la mejor contadora del país—. Laura es tan fea como un reptil y tan desagradable como un político en campaña, pero a fin de cuentas me tenía en sus manos y no tuve más remedio que aceptar su asquerosa proposición. Fue en su casa, practicamos diversas posiciones, y mientras ella gritaba y gemía, yo pensaba en que una vez solucionado ese problema cambiaría de contador y jamás la volvería a buscar. ¿Qué necesidad tenía yo de acostarme con un animal como ese?

A la vuelta de algunos días, un nuevo requerimiento estaba bajo mi puerta, era el amable aviso para que, además de pagar el IVA e ISR, cubriera los respectivos recargos y multas por no ser un ciudadano cumplido, consciente de que los impuestos ayudan al país para mantener alumbradas las miserables calles donde pululan millones de ratas desempleadas o mal pagadas. Era obvio que Laura no había hecho su trabajo. Pensé en visitarla y clavarle doce puñaladas en su abultado abdomen, pero el tiempo apremiaba, no había margen para venganzas personales. En un par de horas metí las cosas más valiosas a la camioneta, incluyendo mi colección de Ozzi Osbourne. Los imbéciles de Hacienda no encontrarían rastro alguno de su contribuyente, era momento de dar un giro radical, de adaptarme a la vida de campo, en medio de tulipanes, borregos pelibuey y atardeceres sombríos.

Me recibió mi tío Ricardo, a quien conocí en la infancia cuando mi padre me obligaba a trabajar en el huerto herencia del abuelo. Ahora es un viejo decrépito, nostálgico por aquellos días en que las cosechas eran abundantes, bien pagadas. —Serán sólo un par de meses, tío, te prometo ayudar en todo lo que pueda, es hora de recordar viejos tiempos, ¿no te parece? —

Pero la realidad era otra, la vida en la ciudad dejó mi condición física en un estado lamentable; a mis 29 años estaba tan cansado como cualquier abuelo michoacano y mis manos se llenaban de callosidades con el mínimo esfuerzo. De todas formas el tío Ricardo nunca me reprochó nada. Se contentaba con platicarme sus vivencias en la guerra cristera, de cómo esos militares, hijos de la chingada, salían con una bala en medio de los ojos.

Así, en ese ambiente rural y variopinto, conocí a la mujer que terminó por desgraciarme la vida. Su nombre es Micaela, hija de don Tobías, cantinero del pueblo. En una noche donde la lluvia no paraba, le invité un trago aprovechando que su padre había salido por unos meses a los Estados Unidos. Terminamos revolcándonos en una granja, rodeados de guajolotes y conejos; con olor a mierda y pastizales. Micaela era muy intensa, muy caliente, pero por alguna extraña razón, propia de las pueblerinas, odiaba a los que llegaban de la ciudad. Lo descubrí al mirar sus ojos color caramelo que emitían señales de resentimiento indigenista. Fueron cuarenta minutos de un salvaje y rústico sexo; mientras yo frotaba sus generosos pezones, ella meneaba mi verga con violencia desenfrenada, teniendo en su enfermizo cerebro un infeliz desenlace.

Cuando había eyaculado la escasa lactosa de mis entrañas, busqué la cajetilla de Marlboro lights entre la mierda de los conejos, pero en menos de un instante, y sin decir agua va, la orate de Micaela me dio un rodillazo en los testículos ocasionando convulsiones que aún hoy me siguen atormentando. —Esto es para que no vengas a presumirnos a los del rancho, muchachito pendejo—.

Escribo esto desde otra ciudad, no quiero causar lástima ni pedir ayuda, de antemano sé que nadie podría entenderme, pero a veces para eso sirve la escritura, no para pedir becas o colaborar en un periódico, sino simplemente para escupir las frustraciones del destino. Mi vida ya no es la misma, y no es que antes tuviera mucho que hacer, pero ahora, bajo estas condiciones, mis días son muy aburridos, grises. Ya ni siquiera puedo rascarme los huevos.