30 de mayo de 2013

Te Amo


Por: Francisco Valenzuela 


El collarín de Luna le había quitado lo sexy. Después del accidente que la condenaba a una silla de ruedas por varios meses, sus pechos se fueron cayendo y su panza seguía en ascenso. Deprimida, dejó de maquillarse y vestirse bien. Javier la visitaba muy poco y prefería encontrarla en la red. Inventaba pretextos para evitar el encuentro personal pero una tarde no hubo remedio y llegó hasta su casa para ver películas o cualquier cosa que la entretuviera.
A Javier le causaba gracia que Luna fuera tan inútil, que todo le costara un enorme trabajo y dependiera de los demás.
—¿Quieres ver algo de Fellini? —preguntó Javier.
—No empieces con tus películas aburridas.
—Ya sé, busquemos algo porno, muy puerco.
—Eres un naco.
—Luna, no te ofendas, pero si ya no tenemos sexo al menos déjame ver culos y después déjame entrar a tu baño para masturbarme.
—¿Desde cuándo eres tan patético?
—Soy un hombre joven y necesito desahogar energías, es todo.
—Pues ve a tu casa y hazte las chaquetas que quieras, a mí no me fastidies.
—Te prometo bajarle bien al excusado, cuando tu padre entre ni lo va a notar, te lo apuesto.
—Eres un asco.
—Tú eres muy egoísta, deberías agradecerme que estoy aquí y no con alguna mujer en mi cama.
—Para ti todas las mujeres son solo una vagina, maldito enfermo.
—No, corazón, también les puedes dar por las nalgas o por la boca.
—¿Tú crees que me puedas coger así, como ando?
—Luna, yo te amo y puedo hacer cualquier cosa por ti.
—Pero todo me duele: la espalda, las piernas, el cuello.
—La boca no te duele, te la pasas en el bla bla bla.  
—¿Prometes no tocar mi nuca con tus manotas? Deja que yo haga todo, tú sólo preocúpate porque aquello se mantenga firme.
—Luna, creo que ya me entendiste. Veamos porno, yo me excito, tú me bajas el cierre y abres esa bocota.
No fue difícil dar con el material correcto. En la peli, un par de rubias se encuentran casualmente en un supermercado, cruzan sus miradas y se refugian en el baño para penetrarse con sus lenguas. Javier observaba atento, mientras que Luna solo alzaba la ceja izquierda. La historia toma un mejor rumbo cuando el empleado del súper encuentra a las rubias y éstas lo invitan a Gomorra.
Javier, experto en porno, comenzó a excitarse y sus manos tocaron las piernas de su novia, luego quiso llevar los dedos a la entrepierna pero Luna se mantenía impávida.
—No siento nada.
—Amor, la tengo muy parada, será mejor que te quites el collarín y le des un poco de placer a este animal.
—Ok, pero ya te dije, nada de juego rudo, tiene que ser despacio y con cuidado.
—Bueno, ya, venga.
—Ponte un condón.
—Luna, no mames.
—¿Qué?
—¿Para qué un condón? Nadie tiene hijos por una mamada.
—Javier, no creas que me trago el cuento de que eres fiel. Quién sabe a qué viejas te estarás cogiendo, no quiero que me contagies alguna enfermedad.
—Luna, no me estoy cogiendo a nadie, y si lo hiciera, ya sabes que me gusta protegerme cuando no eres tú.
—Eres un cínico, cabrón.
—Luna, si tan solo le dieras un buen uso a tu boca ya me la estarías chupando.
Decidida, la chica arrojó el dispositivo ortopédico, bajó los pantalones de su amado e hizo lo que tan bien le salía. Con suavidad y destreza, Javier le fue quitando la blusa y luego desprendió el brasier. Caliente como un boiler, sacó el miembro de la boca, apuntó hacia el abdomen de su mujer y con enorme maestría arrojó el esperma para escribir su frase predilecta:
TE AMO, CORAZÓN.
Aunque a Luna le gustó el detalle, se enfadó ante lo difícil que sería retirarlo. El accidente le impedía bañarse bajo la regadera y su padre no tardaría en llegar.
—No te lo quites, deja que se seque, llévalo como un tatuaje hasta la eternidad.
Luna derramó una lágrima, aquello le parecía una gran idea. Su macho, después de todo, era una buena bestia, un poeta, un romántico a la antigua.

Twitter: @FValenzuelaM 


15 de mayo de 2013

La reunión




Por: Chava Munguía 


Habían pasado más de diez años desde la última vez que los vio. Ray Landa llega temprano a la pizzería. Hace un calor infernal. Vino a la playa con muchas dudas. En primera, detesta el calor, tanta luz lo pone de humores insoportables. Cada mañana se para maldiciendo el sol, maldiciendo el resplandor de la realidad. En segunda, es un temeroso del mar, no sabe nadar y sus peores pesadillas han sido bajo el océano. Y, en tercera, de qué podrán hablar cuatro hombres que tienen años sin verse.

Los otros tres llegan juntos. Le cuesta trabajo reconocerlos. Ha pasado tanto tiempo. Dos tienen sobrepeso y el otro es un cadáver viviente. La naturaleza para muchos ha sido injusta y cruel. Ray Landa se para de la mesa y les hace una seña. Ellos lo reconocen de inmediato. De no ser por su abultada barriga y por un par de anunciadas entradas en la frente, Ray Landa se conserva igual que hace diez años. Se abrazan entre sí. Ordenan primero dos jarras de cerveza, enseguida una pizza familiar, mitad pepperoni y champiñones y mitad camarones con mozzarella. Intentan ponerse al día. Las preguntas y los temas sobre la mesa son los mismos de siempre: trabajo, hijos, matrimonio. Hasta cuando el hombre entenderá que son temas que a nadie ya importan, temas caducos y obsoletos. Mientras comen, intentan recordar anécdotas, historias que vivieron cuando fueron estudiantes. Ray Landa intenta refrescar la memoria, pero es imposible. La nostalgia por el pasado lo irrita. Detesta hablar y tener que recordar cosas. No entiende cómo la gente se obstina en vivir del pasado. Sí el futuro es incierto, el pasado –al menos para él- es inexistente. Han transcurrido dos horas, dos horas de parloteo y chisme. Para Ray Landa ha sido una vida, se ha limitado a escuchar, a beber. Está sumamente arrepentido de haber ido hasta allá a una reunión de excompañeros. Apenas es el primer día.  

Terminan de cenar. Se dirigen a un bar a orillas del mar. Ray Landa agradece la invitación, argumenta que la comida no le cayó bien. Pero Ray Landa es débil, un pusilánime. No hay poder más grande en la tierra que la fuerza de voluntad, y a Ray Landa lo gobierna una extraña fuerza de anti-voluntad.
En el bar pasa una de sus peores noches. La música y el volumen le son intolerables. El bar está casi vacío. Las pocas mujeres guapas van acompañadas. Ni siquiera el bacardi blanco lo pone de mejor humor. A Ray Landa lo  consume la soledad, una soledad que no tiene fin, una soledad insondable; la soledad, el destino de todos los hombres de la tierra. Es un hombre sin casa, sin amigos, sin hijos, sin mujer. Sus “amigos”, en cambio, se divierten, han sacado a bailar a tres mujeres que vienen solas. No son guapas pero se defienden en la noche. Mueven ridículamente sus cuerpos por la pista de baile. Son inútiles los esfuerzos de sus amigos por animarlo. Ray Landa ha dejado de formar parte de la diversión. Está por marcharse cuando una morena lo aborda:

—¿Y qué, tú no bailas?
No sé bailar –contesta Ray Landa, sonriente.
Yo te enseño, ven –sugiere la morena.
Gracias, pero prefiero invitarte un trago.
No me gusta el Bacardí –rezonga la morena.
A mí tampoco, por eso te digo que vamos por un trago, qué tal un whisky –insiste Ray Landa.
Mucho mejor –contesta la morena.

La morena no es miss universo, pero posee un cuerpo firme, un culo de yegua envidiable. Para Ray Landa la vida, incluso la muerte, cobran sentido cuando una mujer está cerca. Su ánimo sin duda ha cambiado. Ella no para de hablar. Él se limita a escuchar y a fingir sonrisas. Hay algo en el movimiento de la quijada  de la morena que no es normal, tuerce la boca de manera inusual.  Ray Landa reconoce esos movimientos, también reconoce el buen humor de la cocaína, reconoce  los ojos vidriosos, inyectados de ánimo, como los que tiene la morena en esos momentos. 

Tienes una raya que me consigas –suelta a bocajarro Ray Landa.
Claro que sí… ven conmigo –dice sin titubeos la morena.
 
Esnifan en una parte privada del bar. Ray Landa y la morena inhalan con brío una, dos, tres rayas consecutivas. Sienten la euforia. Sienten la lucidez. Sienten la nariz limpia. El aire, fresco. Una sensación parecida a la que se aprecia en la boca después de una pastilla de menta. Mientras que a Ray Landa la coca lo pone ansioso, a la morena la pone caliente. Ray Landa y la morena se besan con un apetito voraz. La agitación de ambos es intensa, sus palmas de las manos están empapadas de sudor. 

Te la quiero chupar –dice la morena en el oído de Ray Landa
No estoy de humor –contesta Ray Landa.
—De lo que te pierdes –agrega la morena desilusionada.
Me tengo que ir… -contesta el cobarde de Ray Landa.
—Me puedo ir contigo –insiste la morena.
—No me siento bien –concluye el patán de Ray Landa.

Afuera la noche es hermosa. Las estrellas brillan claras, serenas, remotas. Ray Landa camina por la playa, sus pasos son ligeros, tranquilos, regulares. Llega al hotel. Sube por su maleta al cuarto. No sería capaz de soportar un día más. Se asegura de cargar las llaves del auto y una botella de ron venezolano. Vuelve a la playa. Bebe a grandes tragos de la botella. Bebe como un condenado, sin mesura, sin cadencia. El alcohol circula veloz y con furia por su sangre. Se siente en paz. Borracho, se recuesta sobre la arena. Piensa en la morena, en su culo, se arrepiente de no haberla llevado consigo. Piensa en Lara, en la hondura que se hace en su espalda baja. Piensa fragmentariamente en todas las mujeres con las que ha estado. Aún queda un poco de noche. El murmullo de las olas lo arrullan profundamente. Duerme sobre la negra noche. Duerme con la esperanza de no volver a despertar. Apenas es el primer día.
......

»Fragmento de un relato (en puerta) titulado Todo Incluido«

Twitter: @chavamunguias



16 de abril de 2013

El Bebedor Civilizado



La vida es de por sí dura. Uno bebe por infinidad de motivos: por una mujer, por educación, por necesidad, por protección, por ocio, por angustia, por tristeza, por placer, por no saber bailar. Hay mil razones para hacerlo, el punto está en saber comportarse y tener un sentido de la responsabilidad, de ser así, su vida podrá ser normal y productiva. Cada quien puede hacer con su hígado un papalote. Incluso

podría afirmar que un beodo tiene más posibilidades de triunfar que una persona sobria. ¿Cómo poder confiar en una persona sin vicios? Imposible tarea. El choque de vasos y copas no es un acto en vano, gracias a ese hermoso gesto han surgido camaraderías, cofradías y hermandades. Se han firmado tratados, se han otorgado empleos, se ha conciliado conflictos, se han perdonado deudas y traiciones, incluso, se han engendrado críos. Quizá de otro modo la humanidad no hubiera prosperado. “El vino es la cosa más civilizada del mundo” –decía el escritor Ernest Hemingway.
Y para ser un bebedor civilizado se debe aspirar a dos cosas fundamentales: seriedad y responsabilidad. Es preciso saber siempre qué –y con quién-  beber. Un bebedor civilizado sabe con precisión cuál bebida lo acompañará por los trances más complejos de su vida. Ese trago que reanima los buenos sentimientos y que sirva también como aliciente y consuelo frente a la tristeza. Me refiero a una bebida con carácter, fuerza y elegancia, como el whisky, el ron, el tequila, el mezcal, la ginebra, el vodka. El paladar de un hombre serio y responsable está plenamente acostumbrado y preparado; vino tinto durante las comidas, cerveza a medio día y antes de acostar. Un hombre con convicciones odia los cocteles, odia los digestivos empalagosos, esos que se han inventado para satisfacer otros paladares, el de las señoritas por ejemplo. El bebedor civilizado sabe que debe mantenerse alejado de cualquier bebida que tenga más de dos colores, rechazar con firmeza tragos con nombres exóticos. El bebedor civilizado tiene la obligación llevarse bien con el cantinero. Uno de los peores errores de un borracho es confrontar a un cantinero: puede arrojar escupitajos, vaciar orines o veneno para ratas en la bebida. No se debe confiar nunca en un cantinero. Un bebedor es serio y responsable porque jamás toma con popote, mucho menos en un vaso de plástico, su boca y su mano debe estar acostumbrada al contacto con el vidrio. El bebedor civilizado no baila, bebe. Ordena la bebida de su compañera, a veces paga su cuenta, otras deja que ella tomé la iniciativa. Nunca bebe menos que la dama que lo acompañe. Se asegura de haber bebido más de cinco bebidas fuertes antes de decirle que la quiere. Y si la mujer se excedió en copas, habrá que llevarla con su mejor amiga, dejarla en la cruz roja, o bien, llevarla a su casa, las mujeres borrachas son un estorbo y un albur para el hombre liviano. Una mujer muy borracha se convierte en un cheque al portador, y cargar con la chequera siempre es peligroso. El bebedor civilizado es agradecido siempre que una mujer lo arrastre a la bebida. Un bebedor civilizado y recio prefiere la cantina sobre el bar de moda, la cantina es el hogar que nunca tuvo. Un bebedor civilizado sabe que beber puede ser parecido a boxear; puede balancearse un poco, sujetarse y hasta recargarse en las cuerdas, pero nunca tocar la lona.
El problema de algunos bebedores radica cuando se transita hacia el lado oscuro de la fuerza, ahí donde la voluntad y la palabra se sustituye por la discusión sin argumento, por el insulto, por el pleito, por la estupidez, por la falta de responsabilidad. Es por eso que existen los malos bebedores, los mala copa, esos seres que después de cagarla se arrepienten, es gracias a ellos que la cruda moral existe. La cruda moral, esa lucha contra la resignación, ese dolor inflingido por nosotros contra nosotros mismos. La cruda moral dependerá de qué tan irresponsable hayas sido, puede durar un día, un mes, toda la vida, puede ser el antídoto contra la borrachera. Y la cruda sin borrachera previa es igual a un interruptus sin coito. Habrá que ser fuertes para, la mañana, la tarde o semana siguiente, evitar el mensaje de arrepentimiento, el perdóname, no lo vuelvo hacer y demás lloriqueos. Un bebedor civilizado debe enfrentar con dignidad la resaca: sin  lamentos ni gemidos de dolor. Sabe que la resaca es el contacto más cercano con la muerte, pero sabe también que son formas de ir resucitando a lo largo de la vida. La resaca no es para cobardes ni pusilánimes. Frank Sinatra afirmó: “Pena dan los abstemios, que al despertar ya no pueden aspirar a sentirse mejor en lo que resta del día”.
No perdamos el tiempo, vayamos a beber, yo espero que algún día puedan convertirse en bebedores civilizados, no es tarea fácil. Mientras tanto, bebamos para enfrentarnos a la insipiente realidad. Qué razón tenía el brillante novelista y destacado bebedor Ernest Hemingway: “La realidad es una horrenda alucinación ocasionada por la falta de alcohol”.
……..
Como abogado he seguido mis instintos, he procurado salir siempre con la constitución bajo el brazo, una pachita de ron en el saco y la bendición de Dios. Aún no soy un bebedor serio ni tampoco responsable, pero todos los días me esfuerzo.
@chavamunguias

7 de marzo de 2013

Hombres de Negro IV




Por: Francisco Valenzuela

Era inicio de semana, de esos lunes con cara de pocos amigos. Llegué a la oficina un poco enfadado, como esos perros callejeros que no han conseguido comida y encima los ha pescado un aguacero. Noté que a mi escritorio lo cubría una densa capa de polvo, así que pasé el dedo índice para escribir unas de mis frases predilectas: “Puta Madre”. Entré a la pequeña cocina y me preparé un café, sin azúcar, pues los tipos duros como yo no deben estar por ahí, endulzando las cosas, como si se tratara de una mariconada. Aún no daban las nueve, por lo que Laura, mi asistente, venía en camino. Además nunca llegaba puntual, pues antes paraba en la escuela primaria para llevar a su hijo, un bastardillo fruto de calenturas pasadas. A pesar de ser una señora entrada en los 30, Laura conservaba un cuerpo agradable, no estoy diciendo que fuera la gran cosa, o que cualquier falo se pusiera duro tras observarla, pero hay mujeres de su edad que uno prefiere apartar de la mirada, decirles ¡muévete de aquí y no jodas mi vista, vieja!
Esa mañana elegí un poco de informalidad, pues no había reuniones con gente importante; era, como decía, un lunes cruel, un día hosco y bravo, duro como la quijada de un toro amargado. Mis pantalones de mezclilla lucían bien con mi camisa a cuadros, más unos zapatos cafés recién comprados. También llevaba mis gafas, pues un policía debe tener dos cosas inseparables: su pistola y sus gafas. A mí me gustan esas gafas ovaladas, no tan oscuras, más bien un poco cafés, y grandes, que cubran buena parte del rostro. No quiero que piensen: “este tipo se la pasa viéndose al espejo como un cabrón vanidoso”. No hay tal, me basta con echar un vistazo al retrovisor de la patrulla y decirme, oye chico, hoy será un día brutal pero luces bien, luces en forma incluso para morir.
La muerte siempre nos espera, está sentada junto a uno, pellizcándole el ombligo, pasando su lengua por nuestras orejas, nos avienta su aliento apestoso, su tufo rancio, su aire hediondo. Pero hay que encontrar la forma de escabullirse, de zafar la mordida y reírse en la cara de esa ramera.
Apenas miraba yo las noticias en Internet cuando de reojo vi entrar a Miguel, un judicial recién asignado a mi región, la llamada Tierra Caliente michoacana, que no es otra cosa que un hoyo sobre las fauces de Satanás. Miguel aparentaba ser un policía como cualquier otro: corrupto, malencarado, sin estudios y sin futuro. Le gustaba leer el Libro Vaquero y en su casa miraba telenovelas con su esposa, mientras los hijos se idiotizaban en otro televisor.
Cuando entró andaba como siempre, con sus botas negras desgastadas y su pantalón oficial. No me entretuve en mirarlo a los ojos porque uno solo mira a los ojos a las hembras de semblante amable.
Hermano, ¿qué te trae por esta pocilga de oficina? La pregunta la hice sin dejar de ver la nota sobre otros colegas acribillados por los gángsters.
―Javier, tienes que escucharme, te lo ruego.
Pensé que el tipo se había metido en un lío de dinero. Mientras encendía un cigarrillo, deduje, por otra parte, que mi amigo la había cagado con su mujer. Luego pensé que lo tenían amenazado.
―Amigo, cálmate y pásame los periódicos, quiero entrar al baño antes de que mi estómago se ponga duro.
―Javier, mírame por favor.
Antes de levantar la cabeza y mirar a mi compañero, traté de identificar si entre los masacrados que reportaba la nota había algún conocido. Nada, eran unos novatos que cayeron en la trampa, unos niños que abrieron la boca para recibir un dulce y a cambio solo les metieron decenas de balas afiladas.
Entonces fue que levanté la mirada y vi aquel baño de sangre.
―!No mames, Miguel!, ¿pero quién cabrones te hizo esto?
Mi amigo, con ese temple y orgullo que le caracterizaba, sostenía su cabeza con los dedos de la mano derecha. Sus dedos chuecos empuñaban a sus pelos rancios y morenos. De su cuello sólo brotaba un chorro de sangre que ya había manchado las paredes de la oficina.
―Carajo ―pensé― la orgullosa de Laura no querrá limpiar este reguero, pero enseguida volví al asunto que me competía.
―Miguel, siéntate. Quiero que me expliques quién fue el hijo de puta que te arrancó la cabeza.
Miguel se sentó y puso su cabeza sobre el escritorio. Eso me produjo un poco de asco pero me pareció imprudente decirle algo.
―Jefe, te juro que no me descuidé, lo tenía todo bajo control, pero esos cabrones se metieron a mi casa, no sé cómo, pero cuando llegué ahí estaban, mirando la televisión y comiendo palomitas.
―Te escucho ―le dije y me serví un whisky―.
―Para esa hora mi mujer ya estaba muerta, le habían cortado las manos, con una de esas manos un cabrón le pasaba las palomitas al otro. Estaban viendo una película donde sale Bruce Willis.
―¿Bruce Willis es el que sale en Hombres de Negro?
―No, ese es Will Smith.
―¿Will Smith es el que salía en El Príncipe del Rap?
―Sí, es él.
―No mames, ¡cómo me gustaba esa serie! Bueno, ¿y luego qué pasó?
―En cuanto abrí la puerta, uno de esos hijos de la gran puta me apuntó con su cuerno de chivo. No tuve tiempo de nada, imposible desenfundar mi revólver.
―”No tuvo tiempo de montar en su caballo”, ¿te acuerdas de esa canción, creo que es de Vicente Fernández.
―No, jefe, esa canción es mucho más vieja, debe ser de la Revolución.
―No mames, ¿tan vieja?
―Creo que sí, jefe.
―Puta madre.
―Puta madre.
―¿Y luego qué pasó, Miguel?
―Ah, pues yo levanté los brazos y les pregunté: ¿dónde tienen a mis hijos, hijos de la chingada? Entonces uno se levantó, tenía la mirada más encabronadamente diabólica que he visto en mi vida. Me dijo que mis hijos estaban a salvo, pero que si yo la cagaba entonces…
―Hijos de la chingada, ¡¿cómo se meten con las criaturas?!
―Eso pensé yo, jefe. Así que les dije: “!Cabrones, no toquen a mis hijos y yo hago lo que quieran! Fue que se levantó el otro, todavía con un puño de palomitas en el hocico. Era un poco gordo, con barba de candado, rapado, un cholo cualquiera con sed de sangre, un lobo hambriento, jefe.
―¿Qué te propusieron, Miguelazo?
―Querían informes de los patrullajes, querían que sacáramos al ejército, querían el dinero de la presidencia municipal y las limosnas de la iglesia.
―Chingada madre, ¿y su puto helado de qué lo quieren?
―Les dije que nadie aquí en la corporación tenemos tanto poder, que éramos tan solo carne de cañón, los primeros pendejos que salen a la batalla, el escudo humano que cuida a los superiores.
―Hiciste muy bien amigo, estoy orgulloso de ti.
―Gracias, Javier.
―¿Y?
―No terminé de dar mis excusas cuando el cholo me dio un cachazo y caí como un costal de papas. Desperté unos minutos después, estábamos en mi patio, con las luces apagadas. Escuché un ruido ensordecedor, algo muy fuerte que me recordó mis tiempos de talador.
―No mames, ¿a poco fuiste talador?
―Sí, de chavo, en Ciudad Hidalgo. Vendíamos toneladas de buena madera, ganábamos mucho dinero y nadie nos cobraba impuestos ni mordidas.
―Qué tiempos aquellos, camarada.
―Sí, vaya que eran buenos tiempos.
―¿Y qué hacías con tanto dinero?
―Una parte se la daba a mi jefa, y con lo demás me metía alcohol, drogas y viejas.
―Tsss, qué buena vida pinche Miguelón.
―Bueno, pues el ruido que escuchaba era de una motosierra. La encendió el Diablo, la bestia esa de la mirada torva.
―Pinche Miguel, a veces te sacas unas frases bien elegantes cabrón. Pero a ver, sígueme contando.
―El Diablo se acercó y me dijo que si no cooperaba me iba a matar, que mis hijos lo verían todo, que los dejaría vivir para que nunca se les borrara ese recuerdo. Entonces le prometí que hablaría contigo, que tú hablarías con el jefe, que el jefe hablaría con su jefe y ese jefe con su otro jefe.
―No mames, eres bien pendejo, Miguel.
―Ya sé, pero estaba muy nervioso y no se me ocurrió otra cosa.
―Le hubieras dicho que sí a todo, que estábamos con ellos. “Señor, nosotros estamos con ustedes, no se me preocupen que para eso se nos paga”. Pero no, ahí vas a enredarlos con el jefe del puto jefe.
―Bueno, pues el pinche Belcebú se encabronó y me pasó los dientes de la motosierra por el cuello. Hubieras visto qué pinche escándalo y cuánta sangre brotó. Los otros compinches nomás soltaban la carcajada y se agarraban sus huevos.
―¿Cómo que se agarraban sus huevos?
―Sí, yo creo que les excita ver gente muriendo.
―Pinches locos.
―Salieron bien encabronados y prometieron que tú serías el siguiente, por eso, en cuanto me desperté vine para advertirte.
―Hiciste muy bien, Miguel. Te has ganado un ascenso por esa muestra de gallardía, por ese amor incondicional hacia las fuerzas del orden.
―¿Hablas en serio? ¿Un ascenso?
―Maicolín, yo ya estoy viejo y cansado, he juntado un poco de dinero y quiero dedicarme a otra cosa, no sé, poner un bar en la playa, comprar carros y venderlos, lo que sea, me da lo mismo, pero ya no quiero más muertitos.
―¿Quieres que yo tome tu lugar?
―Me acabas de demostrar que estás listo para esto. Salvo uno que otro detalle, creo que eres el hombre ideal para tomar mi puesto. Además, eres el único androide de la corporación, eso es mucha ventaja.
―¿Sabes?, cuando el Presidente nos sacó de la granja para meternos a la policía pensé que la había cagado, pero ahora sé que tiene razón, que somos sus soldados, sus invencibles y leales soldados.
Me levanté del escritorio y fundí a Miguel en un abrazo. Su palabrería me conmovió, y aunque no le creí del todo, supe que era una oportunidad de oro para zafarme de toda esa mierda. Los androides son crédulos y cuando uno les habla bonito y promete cosas se les activa un chip de autoestima. Nos metimos al baño y observé cómo su cabeza volvía al lugar de origen, cómo aquel robot se reconstruía cual ilusionista de circo. Tras unos segundos su rostro cambió, robando todos mis rasgos, hasta la más inadvertida de mis arrugas.
―Miguel, quiero decir, Javier, te dejo en tu oficina. Laura no tarda en llegar, no te vayas a pasar de lanza, pero si se deja, cógetela, que está bien sabrosa.

Cogí mis pertenencias, le regalé una última palmada y me dirigí a la puerta. Antes de salir, di la media vuelta e hice una última pregunta.
―Miguel, ¿cómo se llama el actor que sale en Hombres de Negro, el que no es Will Smith?
―Tommy Lee Jones.
―Puta madre, es bueno, ¿no?
―Un chingonazo, diría yo.
―Adiós, Miguel, le cierras cuando te vayas.
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*Francisco Valenzuela (México, DF. 1976). Radica en Michoacán desde su mediana infancia. Es economista y cursa la maestría en Periodismo Digital. Dirige el sitio electrónico Revés on line, colabora en los programas de radio Noches de Cine y Pastel. Ha escrito en revistas, antologías y periódicos. Contacto: valenzuelareves@gmail.com



12 de diciembre de 2012

La Pereza, la Escritura, el Abismo y la Paternidad




"Para seguir adelante se necesita mucho olvido.
Para seguir escribiendo, más todavía." Roberto Juarroz


No más de diez personas me han preguntado por qué ya no escribo con regularidad. La respuesta es sencilla: no tengo de que escribir.

La escritura requiere, además de talento, esfuerzo y dedicación. Y no poseo ninguna de las tres. Para empezar, nunca he entendido la cultura del esfuerzo, ni me interesa. En segunda, el tiempo dedicado a la escritura regularmente es subestimado, pasa desapercibido o no le causa interés a nadie. Y lo peor, descubrir tus propias limitaciones y carencias. Es cierto, los años me han hecho perezoso, me han quitado las ganas y las energías. Si antes escribía con regularidad era porque tenía ímpetu, era joven y vanidoso, y los jóvenes actúan con prisa, pedantería, fuerza. No había tiempo de parar, inhalar o dar largos respiros.

La mayoría de personas que escriben son individuos llenos de ingenuidad. Yo no era la excepción. En aquellos años creía que entre más escribía más cerca estaría de convertirme en escritor. La juventud me mantenía en forma y escribía como un acto reflejo, como el boxeador amateur que quiere convertirse en campeón del mundo y se levanta diario a pegarle a un costal viejo, o como el corredor de 100  y 200 metros, ese que requiere una zancada larga y dinamita pura. Pero al corredor de 100 y 200 metros si lo ponen a correr 400 o 600 metros quizá no le alcancé con tener la zancada larga y los pulmones frescos, es muy probable que ni siquiera llegue a la meta y que termine ahogado, que termine con la espalda erguida y el cuerpo hecho trizas. Para correr 600 metros se requieren riñones, la parte más sensible de un ser humano, se ocupan intestinos fuertes, se necesita estar acostumbrado al dolor, al flagelo. En la escritura pasa algo parecido. Vargas Llosa escribió que “el mundo del papel debe de tener olores, sangre, sudar, explotar, quejarse, correr, esconderse”. No basta la condición física, la destreza y el talento, se requiere de disciplina, de paciencia, de riñones, de huevos, de dolor. 

Comencé a escribir de manera autodidacta –como se puede comprobar- en la época que cursaba la preparatoria, lo hacía para un pésimo panfleto, lo hacía mal, sin embargo, era una de las actividades que más disfrutaba. Escribir me permitía aislarme del mundo, de ser diferente, de revelarme. Representaba una manera de imaginar historias, de contar anécdotas, de reflexionar temas, de compartir ideas, de reseñar sonidos, de exorcizar demonios. Con el tiempo se convirtió en un mal hábito. Me gustaba imaginar vidas ajenas, crear personajes, soñar, reír, tropezar, matar, robar, amar mujeres inalcanzables. Un escritor es un tipo que observa, que imagina, que tiene muchas preguntas e inseguridades y escribe para buscar respuestas a través de sus escritos. A mí sólo me alcanzaba para observar e imaginar, las respuestas han sido escasas. Es como si jugara solo al frontón, tirar la pelota en esa enorme pared sin esperar que la pelota jamás regrese. Y ahí está el meollo del asunto, no esperar que la bola regrese, no esperar que alguien te felicite, no esperar que una editorial importante te publique, no esperar remuneración alguna, no esperar becas o premios, no esperar nada. 

Hace algunos meses, participé en las becas que ofrece el estado para los “jóvenes creadores”, incluía la publicación de la obra y unos pesos mensuales. Sabía que no ganaría, no pertenezco a ningún circulo literario y no tengo amigos que sean jurados. Sin embargo, un amigo escritor me animó.  Casi me aseguró que yo ganaría. Me olvidé por un instante del pesimismo, y me dediqué a escribir algunas noches. Fueron noches largas. Noches frente al ordenador intentando escribir algo digno. Noches tediosas. Mi incapacidad me limitaba a tejer alguna buena historia. Los dedos y las ideas se entorpecían frente al ordenador. Por las mañanas amanecía de mal humor. Me lamentaba perder el tiempo de esa manera y despertar todo el tiempo desvelado. Menciono esto porque la actividad más importante y responsable que tengo es el cuidado de mi hijo, me hago cargo del pequeño renacuajo por las mañanas, y entre otras cosas, se requiere tener que despertar a darle un biberón a las 6 de la mañana, cambiarle el pañal zurrado, bañarlo, contentarlo por bañarlo, volverle a cambiar el pañal (zurrado) y llevarlo a su escuelita. Durante aquellas noches que me dediqué a “escribir” me comporté como un padre inútil e irresponsable, tema que no merece más detalles. A pesar de eso, seguí escribiendo, estaba poseído por espíritus animosos, me vi recibiendo premios, halagos, firmando libros y recibiendo un chequezote. En las noches más optimistas llegué a creer que con ese cheque me alcanzaría para pagar algunas deudas, comprar una alberca inflable para mi hijo, surtir pañales nocturnos que cuestan una fortuna, y siendo tacaño, quizá hasta me alcanzaba para irme a Acapulco. Mis chaquetas mentales fueron sólo eso: chaquetas. No gané nada. No ganar era lo más probable pero me hizo reflexionar si en realidad podía dedicarme a esto. Ya sé que las becas no representan gran cosa. No te hace mejor o peor escritor. Después de quemar y echar a la papelera esos tediosos escritos, volví a recuperar la libertad. Pero me hice una promesa: no volver a confiar en los consejos de otros; no volver a participar en las becas del estado, y; no volver a cambiar el tiempo dedicado para mi hijo por estar escribiendo tonterías.

Siendo un adolescente me prometí que a los 30 años tendría una novela publicada, insisto, siendo un joven. Hoy tengo 32 años y no hay una novela publicada en mi curriculum. Son varias las circunstancias, he vivido por muchos años -si no es que toda la vida- en un confort absoluto, soy amante de la comodidad y la pereza y no aspiro a grandes cosas en la vida. Tengo muchas limitaciones para alguien que quiere convertirse en escritor. Me gobierna la indiferencia y también la inseguridad, un par de novelillas sin terminar están guardadas en los documentos del ordenador.  Aún así no me siento un derrotado. Soy padre de una hermosa criatura que me hace muy feliz y me ilusiona. Pero he perdido todo tipo de ambiciones. Jean-Marc, el personaje principal de la novela de Milan Kundera, le explica a su amante Chantal lo siguiente: “Y, al perder mis ambiciones, me encontré de golpe al margen del mundo. Peor aún, no tenía ganas de encontrarme en otra parte. Si no tienes ambiciones, si no te sientes ávido de éxitos, de reconocimientos, te instalas al borde del abismo”. Y así como Jean-Marc, me instalé allí, es cierto, con todas las comodidades. Me instalé al borde del abismo. 

Estar al borde del abismo tiene sus ventajas. Es una forma de ir en picada sin tocar el piso. Es una forma de vida modesta, de ir sobreviviendo al día, de ir renunciando a compromisos, a trabajos o proyectos, “es estar del lado del mendigo y no en el del dueño de este estupendo restauran en el que estoy tan a gusto”, insiste Jean- Mark.  Estar al borde del abismo es libertad. Y la libertad va unida a la lectura, a la escritura, a rebelarse contra lo establecido, a la insatisfacción de la vida diaria. Jean Paul Sartre, el filósofo y escritor existencialista, opinaba que el deseo de leer –y yo le incluiría, el deseo de escribir- es el deseo de violar lo oscuro, el deseo de poseer un secreto. ¿Y para qué violar lo oscuro?, porque el mundo nos perturba. Octavio Paz decía que leemos –se escribe por las mismas razones- porque nos sobra algo o porque nos falta algo. Estamos todo el tiempo sedientos. Insatisfechos. Si escribía en la juventud por cierta inconformidad, ese desazón lo he ido arrastrando toda la vida. Los escritores son los profesionistas de la insatisfacción, leí en alguna parte.

Yo seguiré escribiendo -ya sé que a nadie le importa si dejara de hacerlo- es una manera de seguir revelándome, lo haré con todas mis limitaciones y carencias, con largas pausas y sin esperar nada. Por ahora no tengo nada que decir. Prefiero ver al crío, verlo caminar, caer, levantarse y volverse a caer, como la vida misma.

* N. de la R. Texto que aparecería en una revista del sur del país y que por la pereza del autor no fue enviado a tiempo.     


28 de octubre de 2012

Ya no Quiero ser Mexicano



El prólogo es contundente:

México, uno de los países más pobres y corruptos del mundo. Uno de los más obesos. Uno de los más estúpidos, si nos basamos en que la mayoría de los profesores son incapaces de resolver no sólo sus propios exámenes, sino los que deberían resolver sus alumnos. Uno de los países más injustos. Uno de los más impunes, con datos terribles: 97% de los crímenes se quedan sin resolver, la cultura en manos de dos instituciones atroces: la SEP y Televisa. En el transcurso del prólogo Mauricio hace algunos cuestionamientos puntuales: qué pasaría si el mexicano apagara la tele y se beneficiara de su ingenio, en vez de convertirse en un macho que se agarra a trompadas por nada, pero que se acobarda cuando debe comportarse como hombre? Qué pasaría si nuestro intelecto no cayera tan dócilmente en las trampas de los esterotipos creados por los gobiernos, la aristocracia, la tv, la industria de la música? Qué pasaría si ese ingenio y ese lenguaje, con la rapidez y contundencia que tienen los vagos, las secretarias chismosas que hablan mal del jefe, crecieran para vernos a nosotros mismos tal cual somos?... se responde el propio Mauricio, sería como si un mexicano llegara a un país extranjero llamado México.

Tomo la idea de Bares para decir que este libro fue escrito con odio, sin ocultar ni maquillar nada, un libro que fue escrito por un ciudadano común, un poco freak, pero común, no fue escrito desde el punto de vista del intelectual, ni del burgués rencoroso que lamenta haber nacido en México.

Ya no Quiero ser Mexicano es una lectura que estará siempre vigente, a menos que venga un terremoto y nos cargué a todos la chingada o a menos que las profecías mayas sean ciertas y que después de todo eso, surja una nueva generación, una nueva raza, de no suceder esto, el país seguirá viviendo sus propias desgracias, sus propias costumbres y vicios, seguiremos con los mismos clichés y los mismos lugares comunes; celebrando a nuestros héroes demasiado ridiculizados hoy en día; idolatrando de la misma manera a la virgencita de Guadalupe que al Chicharito Hdez.; pero eso sí, festejando cada época del año, una sociedad que festeja un país qué no sabe lo que es eso. Resulta irónico que festejemos cuando a los que les ha ido bien son a los mismo de siempre, no se puede celebrar una fiesta nacional si sólo unos cuantos tienen motivos para reír y bailar.

Por eso el libro de Bares es una lectura obligada, habemos muchos que como Mauricio nos enfrentamos y nos oponemos a la forma mexicana de pensar.

Ya no Quiero ser Mexicano surge de una original mezcla de humor, sarcasmo, burla, desenfado, albur y reflexión en torno a lo que el joven Mauricio se enfrenta desde pequeño en la ciudad más caótica del mundo: la ciudad de México.

El libro reúne 10 relatos que inicia con el texto que le da nombre a la obra, Ya no Quiero ser Mexicano, en el que el pequeño Mauricio se niega a temprana edad a ser un charrito en miniatura, un Pedrito Infante criado entre sus doce hermanas mayores. No le atrae tampoco su Acapulco en la azotea miserable de su casa, ni los programas de concursos, ni JuanGa, ni José José.

A los quince años, el personaje Mauricio, descubre que la vida de adulto no deparaba grandes planes para él y que el máximo consuelo adolescente, el noviazgo, era un largo y engorroso trámite burocrático para conseguir dos fajecitos por semana.

Su juventud, lejos de ser una época dorada, se va convirtiendo en un interminable lapso de aburrimiento levemente amortiguado por el aburrimiento y el desgano. Muy pronto, el joven Mauricio se da cuenta que se siente extranjero en su propia tierra. No cree en la historia, y pone como ejemplo a ese niño héroe que se avienta sin acordarse jamás de la bandera, a ese famoso niño que prefiere antes el suicidio que terminar prisionero de guerra de una nación que nunca terminaría –ni terminará- de cuajar. Durante la novela el personaje vive acosado de su propio destino. No le gusta nada: no le gustan los mexicanos de la tv. Ni los otros. No se siente pertenecer a ninguna clase social. Odia la amistad del barrio y la conveniencia clasemediera. Detesta –con justa razón- a las mujeres que parecen vírgenes y que son vírgenes. Aborrece a los políticos tanto como a los intelectuales. Y a partir de ahí, el personaje principal busca las maneras y las formas para dejar de ser mexicano, le vale madres México, se da a la tarea de conquistar una chica japonesa, una africana, lo que sea con tal de renunciar a su obsceno pasaporte.
Durante las siguientes páginas podemos comprobar que Mauricio no conquista a nadie y se revela a vivir un autoexilio personal y decide salir del país y comienza una constante huida y búsqueda, una manera distinta de cuestionar desde lejos todas los conceptos de mexicanidad.  

Así llega a Ámsterdam y el personaje nos da un paseo por una ciudad con habitantes de todas las razas, millonarios excéntricos y vagabundos fumando heroína; cafeterías anunciando la venta de hashis, museos y sex shops, putas aburridas en vitrinas, resulta un tanto irónico y un ejemplo para el mundo la legislación holandesa para que la ley les respete sus adicciones y, encima, que el Estado las financie. Demasiado pronto se le terminan los privilegios de turista a Mauricio y se va enfrentando a una serie de anécdotas laborales, a vivir a en contra de la ley, cosa que no desconoce puesto que así había vivido siempre. Su primer empleo es atendiendo un bar frecuentado por negros en donde cada noche se escenifican ruidosas peleas entre negros y latinos. No dura mucho ahí. Comienza a vagar por todas partes, se sube al transporte sin pagar, siempre con el riesgo de ser aprendido, su situación legal lo pone contra la ley, su sola presencia es ya un delito.

Su paso por Holanda es sobrevivir el día a día, pasarla bien, evitar el aburrimiento y aprovechar el ocio, mirar al techo, por ejemplo. A las paredes. Al piso –escribe Mauricio con desenfado. Fuma hashis y ve la televisión en donde encuentra algo parecido a la felicidad. Nos cuenta divertidas anécdotas, una de ellas no la cuenta en el texto titulado Las bicicletas también se Embarazan, con humor y sarcasmo, Bares nos cuenta la historia de un tipo que acostumbra a vaciar sus líquidos seminales en el asiento de la bici, cosa que confundían con extrañas cacas de pájaro que limpiaban todas las mañanas del sillín antes de montar la bicicleta, pronto el misterioso visitante nocturno es descubierto y nuestro personaje decide colocar en la puerta un condón, acompañado de una nota que en inglés intentaba decir:

Querido vecino: sabemos que las bicicletas pueden ser más entrañables que los humanos y nos preocupa que la nuestra sea victima de un embarazo no deseado. Atentamente sus vecinos.

Su siguiente empleo es una casa de citas o algo parecido, es el encargado de contestar el teléfono, enganchar a los clientes con alguno de los muchachos, servía tragos a los clientes mientras se tomaban su tiempo para elegir entre una planilla de jovencitos, tantos pinches libros para terminar como lenón, y de hombres, le escribe en una carta un amigo suyo. En este curioso lugar encontramos personajes extraños, tipos que con dinero quieren que un tipo le limpie el culo que no se ha limpiado después de ir al baño.

Su siguiente parada es Inglaterra, en donde visita el legendario cementerio de Highgate, el motivo es visitar una tumba en particular, la tumba de Karl Max. Ante la impotente tumba le asaltan preguntas propias existencialistas de ese escenario terminal:

Quién soy?
De dónde vengo y a dónde voy?
Soy o me parezco?
Dios, existo?
Dios, existes?
Entrar al cielo, cuesta?

Personalmente me parece extraordinario la crónica con la que termina este libro, Economía Política del Pesero, en ella el personaje Mauricio regresa a casa, a sus tierras que lo vieron nacer y de la que tanto se quejó y despreció y despotricó. Un texto a la perfección donde se describen las manías de sus tripulantes; niñas, señoras y putas; despotrica contra la clase obrera y dizque trabajadora; hace un retrato fiel de una clase media que siempre está chingando al semejante. La vida se reduce a un trozo de mierda para el 90% de mis compatriotas, pero eso no me hace quererlos, tampoco compadecerlos, ni a ellos ni al 10% restante, reniega otra vez, nuestro antihéroe, Mauricio. En el pesero encontramos desde el niño que a todas luces no debió nacer, pero que ya es un hecho irrefutable. Visualiza a la niña que pronto estará mordiendo una jicama con limón y mucho chile piquín, fajando en un callejón oscuro escuchando promesas de mongol, la ve embarazándose en un parque, la ve con una patada en el culo. Todos los vicios y manías están dentro de un pesero, un chofer salvaje, de malos gustos musicales, que no conoce las leyes, menos las de tránsito, un hermosa mujer que parece ángel y que por un momento hace que se olvide tanta vulgaridad, pero ni los ángeles cambian la perspectiva de Mauricio que vuelve al ataque diciendo que detesta a los ángeles. La ventana del pesero sirve como pantallas de un televisor aburrido, muestran un programa de permanencia voluntaria, sin disco de canales ni botón de apagado.
Por un momento intenta hacerse el héroe, rescatar al ángel del repegón de nalgas y de un posible atraco, pero recuerda que si la historia de su infancia lo empujó al heroísmo, las decepciones de su adolescencia lo sentaron de un puñetazo. Que pretencioso el querer cambiar la historia, la cultura y la economía política de un país en un triste pesero –medita Mauricio.

En Economía Política del Pesero, Mauricio finalmente acepta la particular y decadente forma de vivir. Reniega la realidad que le tocó vivir para al final reconocer y aceptarse tal y como es.


Mauricio Bares es narrador, traductor y editor. Fue cofundador y director de A Sangre Fría, ahora dirige la editorial Nitro/Press. Es autor de Sreamline 98, Sobredosis, La Vida es una Telenovela, Posthumano y Ya no quiero ser mexicano. 

Texto leído y comentado en la V Feria Nacional del Libro y la Lectura 2012 con el propio autor.