7 de marzo de 2013
Hombres de Negro IV
Por: Francisco
Valenzuela
Era inicio de semana, de esos lunes con
cara de pocos amigos. Llegué a la oficina un poco enfadado, como esos perros
callejeros que no han conseguido comida y encima los ha pescado un aguacero.
Noté que a mi escritorio lo cubría una densa capa de polvo, así que pasé el
dedo índice para escribir unas de mis frases predilectas:
“Puta Madre”. Entré a la pequeña cocina y me preparé un café, sin azúcar, pues
los tipos duros como yo no deben estar por ahí, endulzando las cosas, como si
se tratara de una mariconada. Aún no daban las nueve, por lo que Laura, mi
asistente, venía en camino. Además nunca llegaba puntual, pues antes paraba en
la escuela primaria para llevar a su hijo, un bastardillo fruto de calenturas pasadas.
A pesar de ser una señora entrada en los 30, Laura conservaba un cuerpo
agradable, no estoy diciendo que fuera la gran cosa, o que cualquier falo se
pusiera duro tras observarla, pero hay mujeres de su edad que uno prefiere
apartar de la mirada, decirles ¡muévete de aquí y no jodas mi vista, vieja!
Esa mañana elegí un poco de informalidad,
pues no había reuniones con gente importante; era, como decía, un lunes cruel,
un día hosco y bravo, duro como la quijada de un toro amargado. Mis pantalones
de mezclilla lucían bien con mi camisa a cuadros, más unos zapatos cafés recién
comprados. También llevaba mis gafas, pues un policía debe tener dos cosas
inseparables: su pistola y sus gafas. A mí me gustan esas gafas ovaladas, no
tan oscuras, más bien un poco cafés, y grandes, que cubran buena parte del
rostro. No quiero que piensen: “este tipo se la pasa viéndose al espejo como un
cabrón vanidoso”. No hay tal, me basta con echar un vistazo al retrovisor de la
patrulla y decirme, oye chico, hoy será un día brutal pero luces bien, luces en
forma incluso para morir.
La muerte siempre nos espera, está
sentada junto a uno, pellizcándole el ombligo, pasando su lengua por nuestras
orejas, nos avienta su aliento apestoso, su tufo rancio, su aire hediondo. Pero
hay que encontrar la forma de escabullirse, de zafar la mordida y reírse en la
cara de esa ramera.
Apenas miraba yo las noticias en Internet
cuando de reojo vi entrar a Miguel, un judicial recién asignado a mi región, la
llamada Tierra Caliente michoacana, que no es otra cosa que un hoyo sobre las
fauces de Satanás. Miguel aparentaba ser un policía como cualquier otro:
corrupto, malencarado, sin estudios y sin futuro. Le gustaba leer el Libro
Vaquero y en su casa miraba telenovelas con su esposa, mientras los hijos se
idiotizaban en otro televisor.
Cuando entró andaba como siempre, con sus
botas negras desgastadas y su pantalón oficial. No me entretuve en mirarlo a
los ojos porque uno solo mira a los ojos a las hembras de semblante amable.
―Hermano, ¿qué te trae por
esta pocilga de oficina? ―La pregunta la hice sin dejar de
ver la nota sobre otros colegas acribillados por los gángsters.
―Javier,
tienes que escucharme, te lo ruego.
Pensé
que el tipo se había metido en un lío de dinero. Mientras encendía un cigarrillo,
deduje, por otra parte, que mi amigo la había cagado con su mujer. Luego pensé
que lo tenían amenazado.
―Amigo,
cálmate y pásame los periódicos, quiero entrar al baño antes de que mi estómago
se ponga duro.
―Javier,
mírame por favor.
Antes
de levantar la cabeza y mirar a mi compañero, traté de identificar si entre los
masacrados que reportaba la nota había algún conocido. Nada, eran unos novatos
que cayeron en la trampa, unos niños que abrieron la boca para recibir un dulce
y a cambio solo les metieron decenas de balas afiladas.
Entonces
fue que levanté la mirada y vi aquel baño de sangre.
―!No
mames, Miguel!, ¿pero quién cabrones te hizo esto?
Mi
amigo, con ese temple y orgullo que le caracterizaba, sostenía su cabeza con
los dedos de la mano derecha. Sus dedos chuecos empuñaban a sus pelos rancios y
morenos. De su cuello sólo brotaba un chorro de sangre que ya había manchado
las paredes de la oficina.
―Carajo
―pensé― la orgullosa de Laura no querrá limpiar este reguero, pero enseguida
volví al asunto que me competía.
―Miguel,
siéntate. Quiero que me expliques quién fue el hijo de puta que te arrancó la
cabeza.
Miguel
se sentó y puso su cabeza sobre el escritorio. Eso me produjo un poco de asco
pero me pareció imprudente decirle algo.
―Jefe,
te juro que no me descuidé, lo tenía todo bajo control, pero esos cabrones se
metieron a mi casa, no sé cómo, pero cuando llegué ahí estaban, mirando la
televisión y comiendo palomitas.
―Te
escucho ―le dije y me serví un whisky―.
―Para
esa hora mi mujer ya estaba muerta, le habían cortado las manos, con una de esas
manos un cabrón le pasaba las palomitas al otro. Estaban viendo una película
donde sale Bruce Willis.
―¿Bruce
Willis es el que sale en Hombres de Negro?
―No,
ese es Will Smith.
―¿Will
Smith es el que salía en El Príncipe del Rap?
―Sí,
es él.
―No
mames, ¡cómo me gustaba esa serie! Bueno, ¿y luego qué pasó?
―En
cuanto abrí la puerta, uno de esos hijos de la gran puta me apuntó con su
cuerno de chivo. No tuve tiempo de nada, imposible desenfundar mi revólver.
―”No
tuvo tiempo de montar en su caballo”, ¿te acuerdas de esa canción, creo que es
de Vicente Fernández.
―No,
jefe, esa canción es mucho más vieja, debe ser de la Revolución.
―No
mames, ¿tan vieja?
―Creo
que sí, jefe.
―Puta
madre.
―Puta
madre.
―¿Y
luego qué pasó, Miguel?
―Ah,
pues yo levanté los brazos y les pregunté: ¿dónde tienen a mis hijos, hijos de
la chingada? Entonces uno se levantó, tenía la mirada más encabronadamente
diabólica que he visto en mi vida. Me dijo que mis hijos estaban a salvo, pero
que si yo la cagaba entonces…
―Hijos
de la chingada, ¡¿cómo se meten con las criaturas?!
―Eso
pensé yo, jefe. Así que les dije: “!Cabrones, no toquen a mis hijos y yo hago
lo que quieran! Fue que se levantó el otro, todavía con un puño de palomitas en
el hocico. Era un poco gordo, con barba de candado, rapado, un cholo cualquiera
con sed de sangre, un lobo hambriento, jefe.
―¿Qué
te propusieron, Miguelazo?
―Querían
informes de los patrullajes, querían que sacáramos al ejército, querían el
dinero de la presidencia municipal y las limosnas de la iglesia.
―Chingada
madre, ¿y su puto helado de qué lo quieren?
―Les
dije que nadie aquí en la corporación tenemos tanto poder, que éramos tan solo
carne de cañón, los primeros pendejos que salen a la batalla, el escudo humano
que cuida a los superiores.
―Hiciste
muy bien amigo, estoy orgulloso de ti.
―Gracias,
Javier.
―¿Y?
―No
terminé de dar mis excusas cuando el cholo me dio un cachazo y caí como un
costal de papas. Desperté unos minutos después, estábamos en mi patio, con las
luces apagadas. Escuché un ruido ensordecedor, algo muy fuerte que me recordó
mis tiempos de talador.
―No
mames, ¿a poco fuiste talador?
―Sí,
de chavo, en Ciudad Hidalgo. Vendíamos toneladas de buena madera, ganábamos
mucho dinero y nadie nos cobraba impuestos ni mordidas.
―Qué
tiempos aquellos, camarada.
―Sí,
vaya que eran buenos tiempos.
―¿Y
qué hacías con tanto dinero?
―Una
parte se la daba a mi jefa, y con lo demás me metía alcohol, drogas y viejas.
―Tsss,
qué buena vida pinche Miguelón.
―Bueno,
pues el ruido que escuchaba era de una motosierra. La encendió el Diablo, la
bestia esa de la mirada torva.
―Pinche
Miguel, a veces te sacas unas frases bien elegantes cabrón. Pero a ver, sígueme
contando.
―El
Diablo se acercó y me dijo que si no cooperaba me iba a matar, que mis hijos lo
verían todo, que los dejaría vivir para que nunca se les borrara ese recuerdo.
Entonces le prometí que hablaría contigo, que tú hablarías con el jefe, que el
jefe hablaría con su jefe y ese jefe con su otro jefe.
―No
mames, eres bien pendejo, Miguel.
―Ya
sé, pero estaba muy nervioso y no se me ocurrió otra cosa.
―Le
hubieras dicho que sí a todo, que estábamos con ellos. “Señor, nosotros estamos
con ustedes, no se me preocupen que para eso se nos paga”. Pero no, ahí vas a
enredarlos con el jefe del puto jefe.
―Bueno,
pues el pinche Belcebú se encabronó y me pasó los dientes de la motosierra por
el cuello. Hubieras visto qué pinche escándalo y cuánta sangre brotó. Los otros
compinches nomás soltaban la carcajada y se agarraban sus huevos.
―¿Cómo
que se agarraban sus huevos?
―Sí,
yo creo que les excita ver gente muriendo.
―Pinches
locos.
―Salieron
bien encabronados y prometieron que tú serías el siguiente, por eso, en cuanto
me desperté vine para advertirte.
―Hiciste
muy bien, Miguel. Te has ganado un ascenso por esa muestra de gallardía, por
ese amor incondicional hacia las fuerzas del orden.
―¿Hablas
en serio? ¿Un ascenso?
―Maicolín,
yo ya estoy viejo y cansado, he juntado un poco de dinero y quiero dedicarme a
otra cosa, no sé, poner un bar en la playa, comprar carros y venderlos, lo que
sea, me da lo mismo, pero ya no quiero más muertitos.
―¿Quieres
que yo tome tu lugar?
―Me
acabas de demostrar que estás listo para esto. Salvo uno que otro detalle, creo
que eres el hombre ideal para tomar mi puesto. Además, eres el único androide
de la corporación, eso es mucha ventaja.
―¿Sabes?,
cuando el Presidente nos sacó de la granja para meternos a la policía pensé que
la había cagado, pero ahora sé que tiene razón, que somos sus soldados, sus
invencibles y leales soldados.
Me
levanté del escritorio y fundí a Miguel en un abrazo. Su palabrería me
conmovió, y aunque no le creí del todo, supe que era una oportunidad de oro
para zafarme de toda esa mierda. Los androides son crédulos y cuando uno les
habla bonito y promete cosas se les activa un chip de autoestima. Nos metimos
al baño y observé cómo su cabeza volvía al lugar de origen, cómo aquel robot se
reconstruía cual ilusionista de circo. Tras unos segundos su rostro cambió,
robando todos mis rasgos, hasta la más inadvertida de mis arrugas.
―Miguel,
quiero decir, Javier, te dejo en tu oficina. Laura no tarda en llegar, no te
vayas a pasar de lanza, pero si se deja, cógetela, que está bien sabrosa.
Cogí
mis pertenencias, le regalé una última palmada y me dirigí a la puerta. Antes
de salir, di la media vuelta e hice una última pregunta.
―Miguel,
¿cómo se llama el actor que sale en Hombres de Negro, el que no es Will Smith?
―Tommy
Lee Jones.
―Puta
madre, es bueno, ¿no?
―Un
chingonazo, diría yo.
―Adiós,
Miguel, le cierras cuando te vayas.
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*Francisco
Valenzuela (México, DF. 1976). Radica en Michoacán desde su mediana infancia.
Es economista y cursa la maestría en Periodismo Digital. Dirige el sitio
electrónico Revés on line, colabora en los programas de radio Noches de Cine y
Pastel. Ha escrito en revistas, antologías y periódicos. Contacto: valenzuelareves@gmail.com
12 de diciembre de 2012
La Pereza, la Escritura, el Abismo y la Paternidad
"Para seguir adelante se necesita mucho
olvido.
Para seguir escribiendo, más todavía."
Roberto Juarroz
No más de diez personas me han preguntado por qué ya no
escribo con regularidad. La respuesta es sencilla: no tengo de que escribir.
La escritura requiere, además de talento, esfuerzo y
dedicación. Y no poseo ninguna de las tres. Para empezar, nunca he entendido la
cultura del esfuerzo, ni me interesa. En segunda, el tiempo dedicado a la escritura
regularmente es subestimado, pasa desapercibido o no le causa interés a nadie. Y
lo peor, descubrir tus propias limitaciones y carencias. Es cierto, los años me
han hecho perezoso, me han quitado las ganas y las energías. Si antes escribía
con regularidad era porque tenía ímpetu, era joven y vanidoso, y los jóvenes
actúan con prisa, pedantería, fuerza. No había tiempo de parar, inhalar o dar
largos respiros.

Comencé a escribir de manera autodidacta –como se puede
comprobar- en la época que cursaba la preparatoria, lo hacía para un pésimo
panfleto, lo hacía mal, sin embargo, era una de las actividades que más
disfrutaba. Escribir me permitía aislarme del mundo, de ser diferente, de
revelarme. Representaba una manera de imaginar historias, de contar anécdotas,
de reflexionar temas, de compartir ideas, de reseñar sonidos, de exorcizar demonios.
Con el tiempo se convirtió en un mal hábito. Me gustaba imaginar vidas ajenas,
crear personajes, soñar, reír, tropezar, matar, robar, amar mujeres
inalcanzables. Un escritor es un tipo que observa, que imagina, que tiene
muchas preguntas e inseguridades y escribe para buscar respuestas a través de
sus escritos. A mí sólo me alcanzaba para observar e imaginar, las respuestas
han sido escasas. Es como si jugara solo al frontón, tirar la pelota en esa
enorme pared sin esperar que la pelota jamás regrese. Y ahí está el meollo del
asunto, no esperar que la bola regrese, no esperar que alguien te felicite, no
esperar que una editorial importante te publique, no esperar remuneración alguna,
no esperar becas o premios, no esperar nada.
Hace algunos meses, participé en
las becas que ofrece el estado para los “jóvenes creadores”, incluía la
publicación de la obra y unos pesos mensuales. Sabía que no ganaría, no
pertenezco a ningún circulo literario y no tengo amigos que sean jurados. Sin
embargo, un amigo escritor me animó. Casi me aseguró que yo ganaría. Me olvidé por un instante del
pesimismo, y me dediqué a escribir algunas noches. Fueron noches largas. Noches
frente al ordenador intentando escribir algo digno. Noches tediosas. Mi
incapacidad me limitaba a tejer alguna buena historia. Los dedos y las ideas se
entorpecían frente al ordenador. Por las mañanas amanecía de mal humor. Me
lamentaba perder el tiempo de esa manera y despertar todo el tiempo desvelado. Menciono
esto porque la actividad más importante y responsable que tengo es el cuidado
de mi hijo, me hago cargo del pequeño renacuajo por las mañanas, y entre otras
cosas, se requiere tener que despertar a darle un biberón a las 6 de la mañana,
cambiarle el pañal zurrado, bañarlo, contentarlo por bañarlo, volverle a
cambiar el pañal (zurrado) y llevarlo a su escuelita. Durante aquellas noches
que me dediqué a “escribir” me comporté como un padre inútil e irresponsable,
tema que no merece más detalles. A pesar de eso, seguí escribiendo, estaba
poseído por espíritus animosos, me vi recibiendo premios, halagos, firmando
libros y recibiendo un chequezote. En las noches más optimistas llegué a creer
que con ese cheque me alcanzaría para pagar algunas deudas, comprar una alberca
inflable para mi hijo, surtir pañales nocturnos que cuestan una fortuna, y siendo
tacaño, quizá hasta me alcanzaba para irme a Acapulco. Mis chaquetas mentales
fueron sólo eso: chaquetas. No gané nada. No ganar era lo más probable pero me
hizo reflexionar si en realidad podía dedicarme a esto. Ya sé que las becas no
representan gran cosa. No te hace mejor o peor escritor. Después de quemar y echar
a la papelera esos tediosos escritos, volví a recuperar la libertad. Pero me
hice una promesa: no volver a confiar en los consejos de otros; no volver a
participar en las becas del estado, y; no volver a cambiar el tiempo dedicado
para mi hijo por estar escribiendo tonterías.
Siendo un adolescente me prometí que a los 30 años tendría
una novela publicada, insisto, siendo un joven. Hoy tengo 32 años y no hay una
novela publicada en mi curriculum. Son varias las circunstancias, he vivido por
muchos años -si no es que toda la vida- en un confort absoluto, soy amante de
la comodidad y la pereza y no aspiro a grandes cosas en la vida. Tengo muchas
limitaciones para alguien que quiere convertirse en escritor. Me gobierna la
indiferencia y también la inseguridad, un par de novelillas sin terminar están
guardadas en los documentos del ordenador. Aún así no me siento un derrotado. Soy padre de una hermosa
criatura que me hace muy feliz y me ilusiona. Pero he perdido todo tipo de
ambiciones. Jean-Marc, el personaje principal de la novela de Milan Kundera, le
explica a su amante Chantal lo siguiente: “Y, al perder mis ambiciones, me
encontré de golpe al margen del mundo. Peor aún, no tenía ganas de encontrarme
en otra parte. Si no tienes ambiciones, si no te sientes ávido de éxitos, de
reconocimientos, te instalas al borde del abismo”. Y así como Jean-Marc, me
instalé allí, es cierto, con todas las comodidades. Me instalé al borde del
abismo.
Estar al borde del abismo tiene sus ventajas. Es una forma
de ir en picada sin tocar el piso. Es una forma de vida modesta, de ir
sobreviviendo al día, de ir renunciando a compromisos, a trabajos o proyectos,
“es estar del lado del mendigo y no en el del dueño de este estupendo restauran
en el que estoy tan a gusto”, insiste Jean- Mark. Estar al borde del abismo es libertad. Y la libertad va
unida a la lectura, a la escritura, a rebelarse contra lo establecido, a la
insatisfacción de la vida diaria. Jean Paul Sartre, el filósofo y escritor
existencialista, opinaba que el deseo de leer –y yo le incluiría, el deseo de
escribir- es el deseo de violar lo oscuro, el deseo de poseer un secreto. ¿Y
para qué violar lo oscuro?, porque el mundo nos perturba. Octavio Paz decía que
leemos –se escribe por las mismas razones- porque nos sobra algo o porque nos
falta algo. Estamos todo el tiempo sedientos. Insatisfechos. Si escribía en la
juventud por cierta inconformidad, ese desazón lo he ido arrastrando toda la
vida. Los escritores son los profesionistas de la insatisfacción, leí en alguna
parte.
Yo seguiré escribiendo -ya sé que a nadie le importa si
dejara de hacerlo- es una manera de seguir revelándome, lo haré con todas mis
limitaciones y carencias, con largas pausas y sin esperar nada. Por ahora no tengo nada que decir. Prefiero ver al crío, verlo caminar,
caer, levantarse y volverse a caer, como la vida misma.
* N. de la R. Texto que aparecería en una revista del sur del
país y que por la pereza del autor no fue enviado a tiempo.
28 de octubre de 2012
Ya no Quiero ser Mexicano
El prólogo es contundente:
México, uno de los países más pobres
y corruptos del mundo. Uno de los más obesos. Uno de los más estúpidos, si nos
basamos en que la mayoría de los profesores son incapaces de resolver no sólo
sus propios exámenes, sino los que deberían resolver sus alumnos. Uno de los
países más injustos. Uno de los más impunes, con datos terribles: 97% de los
crímenes se quedan sin resolver, la cultura en manos de dos instituciones
atroces: la SEP y Televisa. En el transcurso del prólogo Mauricio hace algunos
cuestionamientos puntuales: qué pasaría si el mexicano apagara la tele y se
beneficiara de su ingenio, en vez de convertirse en un macho que se agarra a
trompadas por nada, pero que se acobarda cuando debe comportarse como hombre?
Qué pasaría si nuestro intelecto no cayera tan dócilmente en las trampas de los
esterotipos creados por los gobiernos, la aristocracia, la tv, la industria de
la música? Qué pasaría si ese ingenio y ese lenguaje, con la rapidez y contundencia
que tienen los vagos, las secretarias chismosas que hablan mal del jefe,
crecieran para vernos a nosotros mismos tal cual somos?... se responde el
propio Mauricio, sería como si un mexicano llegara a un país extranjero llamado
México.
Tomo la idea de Bares para decir que este libro fue escrito
con odio, sin ocultar ni maquillar nada, un libro que fue escrito por un
ciudadano común, un poco freak, pero común, no fue escrito desde el punto de
vista del intelectual, ni del burgués rencoroso que lamenta haber nacido en
México.
Ya no Quiero ser Mexicano es una lectura que estará siempre vigente,
a menos que venga un terremoto y nos cargué a todos la chingada o a menos que
las profecías mayas sean ciertas y que después de todo eso, surja una nueva
generación, una nueva raza, de no suceder esto, el país seguirá viviendo sus
propias desgracias, sus propias costumbres y vicios, seguiremos con los mismos
clichés y los mismos lugares comunes; celebrando a nuestros héroes demasiado
ridiculizados hoy en día; idolatrando de la misma manera a la virgencita de
Guadalupe que al Chicharito Hdez.; pero eso sí, festejando cada época del año,
una sociedad que festeja un país qué no sabe lo que es eso. Resulta irónico que
festejemos cuando a los que les ha ido bien son a los mismo de siempre, no se
puede celebrar una fiesta nacional si sólo unos cuantos tienen motivos para reír
y bailar.
Por eso el libro de Bares es una lectura obligada, habemos
muchos que como Mauricio nos enfrentamos y nos oponemos a la forma mexicana de
pensar.
Ya no Quiero ser Mexicano surge de una original mezcla de
humor, sarcasmo, burla, desenfado, albur y reflexión en torno a lo que el joven
Mauricio se enfrenta desde pequeño en la ciudad más caótica del mundo: la
ciudad de México.
El libro reúne 10 relatos que inicia con el texto que le da
nombre a la obra, Ya no Quiero ser Mexicano, en el que el pequeño Mauricio se
niega a temprana edad a ser un charrito en miniatura, un Pedrito Infante criado
entre sus doce hermanas mayores. No le atrae tampoco su Acapulco en la azotea
miserable de su casa, ni los programas de concursos, ni JuanGa, ni José José.
A los quince años, el personaje Mauricio, descubre que la
vida de adulto no deparaba grandes planes para él y que el máximo consuelo
adolescente, el noviazgo, era un largo y engorroso trámite burocrático para
conseguir dos fajecitos por semana.
Su juventud, lejos de ser una época dorada, se va
convirtiendo en un interminable lapso de aburrimiento levemente amortiguado por
el aburrimiento y el desgano. Muy pronto, el joven Mauricio se da cuenta que se siente
extranjero en su propia tierra. No cree en la historia, y pone como ejemplo a
ese niño héroe que se avienta sin acordarse jamás de la bandera, a ese famoso
niño que prefiere antes el suicidio que terminar prisionero de guerra de una
nación que nunca terminaría –ni terminará- de cuajar. Durante la novela el
personaje vive acosado de su propio destino. No le gusta nada: no le gustan los
mexicanos de la tv. Ni los otros. No se siente pertenecer a ninguna clase
social. Odia la amistad del barrio y la conveniencia clasemediera. Detesta –con
justa razón- a las mujeres que parecen vírgenes y que son vírgenes. Aborrece a
los políticos tanto como a los intelectuales. Y a partir de ahí, el personaje
principal busca las maneras y las formas para dejar de ser mexicano, le vale
madres México, se da a la tarea de conquistar una chica japonesa, una africana,
lo que sea con tal de renunciar a su obsceno pasaporte.
Durante las siguientes páginas podemos comprobar que
Mauricio no conquista a nadie y se revela a vivir un autoexilio personal y
decide salir del país y comienza una constante huida y búsqueda, una manera
distinta de cuestionar desde lejos todas los conceptos de mexicanidad.
Así llega a Ámsterdam y el personaje nos da un paseo por una
ciudad con habitantes de todas las razas, millonarios excéntricos y vagabundos
fumando heroína; cafeterías anunciando la venta de hashis, museos y sex shops, putas
aburridas en vitrinas, resulta un tanto irónico y un ejemplo para el mundo la
legislación holandesa para que la ley les respete sus adicciones y, encima, que
el Estado las financie. Demasiado pronto se le terminan los privilegios de
turista a Mauricio y se va enfrentando a una serie de anécdotas laborales, a
vivir a en contra de la ley, cosa que no desconoce puesto que así había vivido
siempre. Su primer empleo es atendiendo un bar frecuentado por negros en donde
cada noche se escenifican ruidosas peleas entre negros y latinos. No dura mucho
ahí. Comienza a vagar por todas partes, se sube al transporte sin pagar,
siempre con el riesgo de ser aprendido, su situación legal lo pone contra la
ley, su sola presencia es ya un delito.
Su paso por Holanda es sobrevivir el día a día, pasarla
bien, evitar el aburrimiento y aprovechar el ocio, mirar al techo, por ejemplo.
A las paredes. Al piso –escribe Mauricio con desenfado. Fuma hashis y ve la televisión en donde encuentra algo
parecido a la felicidad. Nos cuenta divertidas anécdotas, una de ellas no la
cuenta en el texto titulado Las bicicletas también se Embarazan, con humor y sarcasmo, Bares nos cuenta la historia de un tipo que acostumbra a vaciar sus líquidos seminales en el asiento de la bici, cosa que confundían con extrañas cacas de pájaro que limpiaban todas las mañanas del sillín antes de montar la bicicleta,
pronto el misterioso visitante nocturno es descubierto y nuestro personaje decide colocar en la puerta un condón, acompañado de una nota que en
inglés intentaba decir:
Querido vecino: sabemos que las bicicletas pueden ser más
entrañables que los humanos y nos preocupa que la nuestra sea victima de un
embarazo no deseado. Atentamente sus vecinos.
Su siguiente empleo es una casa de citas o algo parecido, es
el encargado de contestar el teléfono, enganchar a los clientes con alguno de
los muchachos, servía tragos a los clientes mientras se tomaban su tiempo para
elegir entre una planilla de jovencitos, tantos pinches libros para terminar
como lenón, y de hombres, le escribe en una carta un amigo suyo. En este curioso lugar encontramos personajes extraños, tipos
que con dinero quieren que un tipo le limpie el culo que no se ha limpiado
después de ir al baño.
Su siguiente parada es Inglaterra, en donde visita el
legendario cementerio de Highgate, el motivo es visitar una tumba en
particular, la tumba de Karl Max. Ante la impotente tumba le asaltan preguntas
propias existencialistas de ese escenario terminal:
Quién soy?
De dónde vengo y a dónde voy?
Soy o me parezco?
Dios, existo?
Dios, existes?
Entrar al cielo, cuesta?
Personalmente me parece extraordinario la crónica con
la que termina este libro, Economía Política del Pesero, en ella el personaje
Mauricio regresa a casa, a sus
tierras que lo vieron nacer y de la que tanto se quejó y despreció y
despotricó. Un texto a la perfección donde se describen las manías de sus tripulantes; niñas, señoras y putas; despotrica contra la clase obrera y dizque trabajadora; hace un retrato fiel de una clase media que siempre está chingando al
semejante. La vida se reduce a un trozo de mierda para el 90% de mis
compatriotas, pero eso no me hace quererlos, tampoco compadecerlos, ni a ellos
ni al 10% restante, reniega otra vez, nuestro antihéroe, Mauricio. En el pesero
encontramos desde el niño que a todas luces no debió nacer, pero que ya es un
hecho irrefutable. Visualiza a la niña que pronto estará mordiendo una jicama
con limón y mucho chile piquín, fajando en un callejón oscuro escuchando
promesas de mongol, la ve embarazándose en un parque, la ve con una patada en
el culo. Todos los vicios y manías están dentro de un pesero, un chofer
salvaje, de malos gustos musicales, que no conoce las leyes, menos las de
tránsito, un hermosa mujer que parece ángel y que por un momento hace que se
olvide tanta vulgaridad, pero ni los ángeles cambian la perspectiva de Mauricio
que vuelve al ataque diciendo que detesta a los ángeles. La ventana del pesero
sirve como pantallas de un televisor aburrido, muestran un
programa de permanencia voluntaria, sin disco de canales ni botón de apagado.
Por un momento intenta hacerse el héroe, rescatar al ángel
del repegón de nalgas y de un posible atraco, pero recuerda que si la historia
de su infancia lo empujó al heroísmo, las decepciones de su adolescencia lo
sentaron de un puñetazo. Que pretencioso el querer cambiar la historia, la
cultura y la economía política de un país en un triste pesero –medita Mauricio.
En Economía Política del Pesero, Mauricio finalmente acepta
la particular y decadente forma de vivir. Reniega la realidad que le tocó vivir
para al final reconocer y aceptarse tal y como es.
Mauricio Bares es narrador,
traductor y editor. Fue cofundador y director de A Sangre Fría, ahora dirige la
editorial Nitro/Press. Es autor de Sreamline 98, Sobredosis, La Vida es una
Telenovela, Posthumano y Ya no quiero ser
mexicano.
Texto leído y comentado en la V Feria Nacional del Libro y la Lectura 2012 con el propio autor.
16 de agosto de 2012
La torta bajo el brazo
salvador munguía s.
Antes de que Nicolás naciera, mi abuela, solía contarme sobre la torta bajo el brazo. Tal desatino no era otra cosa que un conjunto de bendiciones espirituales y sobre todo monetarias. De jugosas ofertas laborales y de una solvencia económica asombrosa y mágica, que llegaba justo cuando los hijos pisaban el mundo. Según mi abuela -y algunas otras personas optimistas- en cuanto Nicolás naciera, no habría manera de qué preocuparse. Me esperaba un trabajo digno y bien remunerado, un auto del año, una casa propia y muchos viajes al extranjero. Abundancia y éxito.
—Te cuento, –me dijo
un día mi abuela- cuando nació tu madre, tu abuelo no tenía trabajo, lo habían
corrido por borracho. Nació tu madre y rápido consiguió el mejor empleo de su
vida. Dos años después nació tu tía Silvia, y con ella estrenamos nuestra
primera casa. Enseguida nació tu tío, y para ese entonces ya vivíamos bastante
bien.
— ¿Y qué fue lo que
pasó, abuela?, ¿dónde quedó todo? –pregunté incrédulo-.
—Eres un cretino,
Salvador, eso es lo que eres, -concluyó la abuela sin dar mejores explicaciones-.
No sé de dónde se habrán inventado tal
disparate. Lo cierto es que los niños cuestan, y mucho. Nicolás no es la
excepción. El crío está por cumplir un año y nada en el mundo me hace tan feliz
que ese pequeño renacuajo.Pero monetariamente hablando, no veo la
luz al final del túnel. Mis bolsillos se quedan vacíos en cuanto llega la
quincena. Si no son los pañales, es la leche especial antirreflujo que se toma
el bicho cabrón para que no tenga coliquitos en la pancita. Pero la leche no es
suficiente, habrá que combinarse con una avenita. El menú, además, incluye por
lo menos un gerber diario y papillas extravagantes. También hay que dejarle el
culito brillante y humectado con unas toallitas que se terminan cada tercer
día, y sí se llegara a enfermar, o a tener alguna molestia física; estoy en
problemas.
Tengo varias opciones para estos
imprevistos: asaltar un oxxo o un banco, vender un riñón, hacerme sicario, donar
sangre por unos centavos, empeñar algo o pedir prestado. He optado por los dos
caminos más fáciles. En lo que va del año, he empeñado un reloj de marca –el
que por cierto, ahí perdí- la lavadora y una laptop vieja. Lo último que llevé
fue una cadenita de oro que el padrino de mi hijo le regaló en su bautizo. El
padrino y la cadenita resultaron más falsos que los orgasmos de una mujer. En
cuanto le pusieron el líquido para saber de cuantos kilates era, a la cadena se
le cayó un pedazo, y a mí me dio diabetes.
Hace unas semanas, me tocaba a mí surtir
la despensa del niño, pero las deudas bancarias me tenían –y me tienen- en la
quiebra. Siempre he cumplido con mis
obligaciones, así que abastecí una
despensa “genérica”. Pero también hice pequeñas trampas. Por ejemplo, para que
la madre del bicho no se diera cuenta y no me corriera de la casa, reemplacé la
leche cara por una más barata, vacié el polvo blanco en el bote de leche caro,
y listo. Compré como 800 pañales sueltos en el mercado de abastos, argumenté
que eran importados y que le alcanzarían hasta los 10 años. En lugar de
gerbers, compré fruta fresca, era más saludable, repliqué.
Los problemas empezaron con los pañales
“importados”. Unos venían rotos, otros no pegaban, otros le causaron alergia y
no cumplían el objetivo de mantenerlo seco. Todos los días, Nico, amanecía
orinado hasta el cuello. Lo peor era cuando andaba sueltito de la panza, la
leche barata comenzaba a dar problemas, y con esos pañales aquello era un
batidero. Después vino de nuevo el reflujo y ya nada fue igual. Yo comencé a
dormir mal, tenía pesadillas y la conciencia intranquila. La madre del crío
exigió que lo lleváramos al doctor, pero para eso, tuve que pasar el día entero
en un laboratorio médico, me sometí a todo tipo de pruebas clínicas, extrajeron
litros de sangre gratificados por unos cuantos salarios mínimos. Carajo, me
había convertido en un maldito conejillo de indias.
La pediatra de Nicolás nos hizo preguntas
insignificantes, lo subió a la báscula, recetó una leche aún más cara que la
otra, y para colmo, cobró un dineral. Al salir de ahí tuve mareos y casi
desfallezco. Para limpiar mi dignidad, tiré los 780 pañales al bote de basura,
compré el bote más caro de leche para mi hijo y le regalé una cadenita de oro
puro.
Pero para el destino, para los dioses,
para los astros o para sabrá dios quién, no era
suficiente. Una serie se sucesos lamentables sucedieron uno tras otro.
Al día siguiente, me metieron a barandillas, una semana después, me quitaron la
placa de un coche prestado, a mitad de semana, me chocaron mi auto, por cierto
estacionado correctamente, habrá que mencionar que perdí mi billetera y un
celular barato, y, apenas hace unos días, otro operativo de la policía me quitó
la moto en la que conducía, argumentaron que no traía casco, tarjeta de
circulación, licencia de conducir y me desplazaba a exceso de velocidad, sólo
les faltó inventar que traía pacas de a kilo en la cajuela. Las infracciones
rebasaban cantidades estratosféricas que hasta el hombre más rico del mundo
hubiera respingado.
El trágico destino no me castigaba con
salud, no me dejaba sin amigos ni familia, no me quitaba mi trabajo, me mandaba
deudas y más deudas. Sin duda, un conjuro maldito se había apoderado de mi
alma. Algunos lo llaman karma, otra mala suerte. Lo que haya sido.
Las brujas de
Villachuato
No soy creyente de casi nada pero ante
tantas tragedias, este fin de semana, por recomendación de algunas amistades,
fui con las brujas de Villachuato. Me dijeron que ahí me quitarían la malaria.
Una amiga me aconsejó que ocupaba sólo dos cosas: fe, y un huevo. Llevé mi
huevo y muchas ilusiones.
La bruja era de cuerpo menudo, vieja, no
tenía la nariz picuda como la imaginaba y su pelo era corto y blanco. Vivía en
una casa decente. Esperé media hora. Enseguida la bruja se presentó:
—Hola, soy la bruja.
—Mucho gusto, yo soy
Salvador.
La bruja me pasó a un cuarto sencillo,
había una silla y un pequeño tocador, en la pared colgaba un Cristo negro
sacrificado y a su costado estaban todos los santos del universo. Continúo con algunas preguntas:
—¿Por qué has venido?
—Tengo mala suerte,
bruja,
—Eso ya lo sé, nadie
viene cuando le va bien.
—Tengo problemas
económicos y laborales, pierdo todo, la policía no me quiere y los accidentes
de tránsito me persiguen-respondí.
— ¿Crees en el karma?
—No, creo en el
destino maldito –confesé-.
—¿Sospechas de alguien que te quiera hacer daño?
—No, de nadie –mentí.
—¿Alguien que te haya hecho un mal de ojo o te
haya aventado un animal muerto a tu puerta?
—No, nadie –¿quién puede saber cuándo le hacen
mal de ojo? pensé pero no dije nada-.
—¿Fuiste noviero, tuviste muchas mujeres?
—Tampoco, lo normal –expuse firmemente.
— ¿Quedaste bien con ellas?
—Sí, creo que bien,
algunas me borraron del facebook, pero….ehh…-quise explicarle a la bruja sobre
la red social, pero me sorprendió con su respuesta:
—Una mujer despechada
es más peligrosa que cualquier arma nuclear, y sí una mujer te borra del face es
que te odia con todo su corazón -respondió seria.
—A ver párate -dijo la
bruja.
Enseguida se puso enfrente de mí, expulsó
un tufo fuerte con olor a ron, después hizo unas oraciones ininteligibles, se
llevó un puro a la boca, lo prendió y fumó tres cortos pitidos, después dio un
trago a una botella con olor a ron y lo escupió sobre mi cara. Me indigné e intenté
sujetarla del pescuezo….¿qué se había creído?! pero no pude, las manos se me
paralizaron.
—Estás bajo un
hechizo, relájate, cabrón, yo te ayudaré, -dijo.
Me pidió el huevo, como los brazos los
tenía paralizados le hice un gesto con los ojos.
—Ahora cierra los
ojos. Y con voz quedita recitó: “calis, calas, calis, calas, San Nicolás”, y
enseguida le daba tragos a la botella de ron, volvía a escupir mi cara y deslizaba su mano con el huevo por todo mi
cuerpo, de cabeza a pies, de pies a cabeza, y volvía a recitar: “calis, calas,
calis, calas, San Nicolás”…
— ¡Carajo, bruja, esa
es la porra de los nicolaitas, esto es una estafa y usted es una bribona!… Cuando
intenté abrir los ojos no pude, intenté caminar y tampoco, quería salir corriendo
y mandar todo al carajo. Era inútil.
—Estás bajo hechizo,
sigue relajado -insistió la bruja.
—Ahora siéntate,
“calis, calas, calis, calas,”… ya puedes abrir los ojos. Listo, sécate la cara
con esa toalla. Estabas embrujado por una mujer.
— ¿Quién? -pregunté
alarmado.
—No quieras saber lo que
el tiempo te dirá –contestó mientras vaciaba la yema ennegrecida y viscosa del huevo en un vaso.
— ¿Es todo?, ¿con esto
mi suerte mejorará? –exclamé escéptico.
—No te sacarás nunca la lotería, pero de algo
servirá. No te metas en problemas y sé paciente, las buenas noticias llegarán… Y volvió a sorprenderme: ¿has escuchado hablar de la torta bajo el
brazo?
—Si, mi abuela me
habló de ella.
—Bueno, pues ve y disfruta
de tu hijo… ¿Nicolás se llama, verdad?
—Yo nunca te dije que
tenía un hijo.
—Soy bruja,
¿recuerdas?-argumentó.
—Pues no creo en la
torta bajo el brazo, son mitos de las personas viejas -opiné.
—No me importa, ahora
lárgate de aquí y paga en la salida.
El asalto
Durante una semana entera estuve
observando los movimientos de las cajeras del oxxo. En una libreta apunté las
horas de entrada y salida de cada una de ellas. Sabía quién las recogía,
quiénes eran las que siempre llegaban tarde y salían más temprano, y hasta
quiénes eran sus amantes. También la hora exacta que llegaba el encargado de la
tienda y recogía el dinero. Tenía de dos, asaltar por la mañana, muy temprano,
entre las 8 u 8:30, o bien, esperar al turno de la tarde, entre las 4 y las 6, había
poca gente. En una semana, no vi pasar patrulla alguna. Con los pocos pesos que
me quedaban, compré una pistola de juguete y una cola de conejo para la suerte.
Para no ser reconocido, usaría como máscara unas pantimedias que todavía olían
a piernas de mujer. Si la suerte estaba de mi lado era el momento de saberlo.
No disponía de mucho tiempo y dinero no tenía, tampoco cosas para empeñar, y no
estaba dispuesto a molestar a mis amigos, ni mucho menos ser un conejillo de
indias. El dinero lo necesitaba de urgencia, el sábado, Nico cumplía su primer
año y esas fiestas deben ser inolvidables.
Escogí el turno vespertino, me desperté
tarde para asaltar al turno de la mañana. Conseguí un coche prestado y me
estacioné a unas cuadras. Para calmar la ansiedad y los nervios, me lleve una
anforita con mezcal de Atecuaro. Me encaminé al súper mercado a paso seguro,
nada me detendría. Toqué la pistola, era frágil y ligera, la sujeté bien sobre
el pantalón, había olvidado un detalle; pintarle el circulo naranja que tenía en
la punta. Ante de entrar, respiré hondo y pausado. Abrí las puertas de par en
par cuando sonó el celular. Carajo, había olvidado ponerlo en vibrador. Era una
llamada de Estados Unidos:
—Buenas tardes, señor,
con Salvador Munguía –hablaba con un español horrible.
—El mismo, ¿quién
llama?
—Mi nombre es Brayan
Hernández, me recuerda, soy el orientador social, le marco de las oficinas del
condado de Kern, CA.
—Sí, claro que te
recuerdo.
—¿Cómo está el pequeño
Nicolás?
—Bien, por cumplir su
primer año.
—Vaya preparándole una
buena fiesta, la pensión alimenticia de Nicolás Munguía, ha sido aprobada por
el programa de Child Support del condado de Kern, CA.
Silencio total.
Por un momento no escuché ni el murmullo
de los autos. Sólo escuchaba los latidos de mi corazón que galopaban con fuerza. No
sabía que decir. Un pedazo de nada me atragantaban el cogote.
—Buenooo, buenoooo, está ahí señor Salvador, si buenoooo -dijo Santo Brayan.
Por fin reaccioné: —Sí, dígame.
—Ocupo que me mande su
número de cuenta. La cantidad será de… permítame, ahorita se la digo… se les
pagará en 2 exhibiciones, una ahora y otra a fin de año, será por los próximos
6 años.
Los
preparativos
—A ver, Salvador, te
voy a repetir la lista de lo que ya pagamos: es el salón de fiestas, el señor
de los tacos, los 3 meseros, las 3 cubetas de ceviche, el pastel, el
desechable, las gelatinas, 3 juegos inflables, 2 camas elásticas, 5 piñatas, 150
aguinaldos, 10 cartones de cerveza, 3 botellas de vodka, 3 de
ron y un litro de mezcal.
—Apunta bien, son: 30
cartones de cerveza, una caja de botellas de vodka, una caja de botellas de ron,
tres garrafones de mezcal.
—No es tu fiesta, eso es mucho alcohol –dijo histérica.
—Tampoco es tuya, y comprar alcohol nunca será
exagerado –contesté sereno.
—Es una fiesta de niños, te recuerdo.
—Después de cierta edad las fiestas de niños son
el mejor pretexto para que los adultos se emborrachen –repliqué.
—Te vas a terminar la pensión del niño.
—Para eso es, y espérate, mi suerte a penas empieza.
— ¿Qué más falta señor
Munguía? -dijo en tono sarcástico.
—El norteño… Y recuérdeme llevar un chingo de flores a la tumba de mi abuela.
twitter: @chavamunguias
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24 de junio de 2012
Los perros andan sueltos
Salvador Munguía
He tenido problemas con la
policía desde que tengo memoria.
Ni ellos me caen bien ni yo a ellos. Digamos que existe una antipatía
mutua.
Mi primer enfrentamiento
con la policía fue cuando yo cursaba la secundaria. Cuatro amigos y yo
caminábamos cerca de la vieja central de autobuses. Fumábamos una chora de
marihuana cuando 2 polizontes nos hicieron la parada. Por una chora nos
quitaron 3 relojes, menos de 100 pesos, una cadenita de oro y nos llevamos
nuestras primera “calentada”. Tenía 14 años.
Durante la preparatoria,
por fortuna, no recuerdo haberme metido en problemas con la autoridad. Fui un
chico ejemplar.
Durante la licenciatura de
derecho, todo cambió. Una maldición se encargó de hacerme los días más complicados. La policía me detenía constantemente
y a toda hora. Para colmo de males, con el amigo que me juntaba me superaba.
Parecía que cargaba en la espalda un imán, un chip o un radar que los atraía
para hacernos la vida infeliz. Me contaba mi amigo que sus primeras experiencias
se remontaban hacía mucho tiempo: a los 10 años la policía lo encerró en
barandillas, a los 14 lo confundieron con un asesino serial, a los 16 recibió
una golpiza por 3 policías que lo mandaron al hospital. Mi amigo aprendió a no
confiar nunca más en la autoridad, se volvió un desconfiado en extremo. Y
adquirió otras habilidades como “sentir” cuando un policía estaba cerca. Y
cuando éstos lo estaban, mi amigo sudaba frío, comenzaba a tartamudear, se le
hinchaban los cachetes. Si veía uno cerca era capaz de ponerse a correr como un
desquiciado. Una actitud bastante sospechosa para la autoridad, que al ver
correr a mi amigo lo paraban enseguida. ¿Qué te robaste, cabrón? ¿por qué
chingaos nos viste y te pusiste a correr?, ¿dónde tienes el estéreo?, ¿de dónde
salió este telefonito? Era un cuento de nunca acabar. Fueron varias noches
mientras bebíamos que le hice entender que correr no era la solución. Estás
huyendo de tus problemas, le decía, es hora de enfrentarlos, qué clase de
estudiante de derecho se pone a correr cuando ve policías, carajo. La cosa no cambió mucho. Mi amigo los
olfateaba y ellos a nosotros. Por supuesto que nada tenía que ver nuestros
aspectos personales, vestíamos y nos comportábamos apropiadamente. Era algo más
profundo y que se encuentra en el abismo del océano y que nunca lo sabremos. Si
caminábamos tranquilos, nos detenían. Si íbamos en el auto, un retén hacía lo
propio. Si jugábamos futbol, el rival era el Futbol Club de la Policía Estatal.
Por años creí que se trataba de mi amigo. Le retiré el habla algunos meses. Fue
en vano. La policía estaba detrás de mí, acosándome.
La primera vez que llegué
a barandillas fue con 2 amigas…. y mi amigo. Habíamos ido a una fiesta de
cumpleaños donde no éramos bienvenidos. Cuando nos corrieron de la casa, una
mis amigas rompió de coraje un florero, pateó con odio la puerta al salir e
insultó a los anfitriones. La dueña de la casa le llamó a LA POLI. Mi amigo
comenzó a sudar frío, aspiró con fuerza y poseído me susurró: vienen a 7
cuadras, son dos patrullas, cada patrulla viene con 2 puercos, huyamos. Y eso
hicimos. Lo que no debimos hacer era andar corriendo a las 1 de la mañana. Las
dos patrullas nos alcanzaron de
inmediato, y con lujo de violencia nos subieron. A ellas como eran “señoritas”
las trataron con “respeto”. Súbanse señoritas o vamos a tener que llamar a unas
69 (mujeres policía). Ustedes a nosotros no nos tocan malditos puercos. Por
favor, señoritas. Pinches gatos, contestaban éstas. De nada nos servían
nuestros años en la facultad de derecho, no éramos capaces de defendernos nosotros
mismos con argumentos jurídicos; mi amigo y yo esposados y nuestras amigas
peleando como señoras pozoleras. En menos de 5 minutos llegó el cuerpo policíaco
encabezado por 3 señoritas con cara de perras bulldog, y con modales peculiares
sometieron a mis compañeras abogadas. Llegamos cerca de las 2 de la madrugada
al área de barandillas. Era mi primera vez. Tan importante como la primera
relación sexual o la primera borrachera.
Mi amigo experto en pasar
noches enteras en ese deplorable lugar me tranquilizó. Tú tranquilo, nos van a
registrar, entregamos nuestras pertenencias, nos “examina” un doctor y listo,
mañana salimos. Carajo, ¿cómo que mañana salimos? no estamos borrachos y
nosotros no hicimos nada. Así es esto, Chava, contestó resignado mi amigo. Antes
de pasar necesito que me des un golpe fuerte en la cara, dijo, ¿para qué?,
pregunté alarmado, necesitamos parecer pandilleros, así nos respetarán, no
digas estupideces, gallo, respondí. Hazme caso, insistió mi amigo. Le asesté un
puñetazo cerca del ojo derecho. Muy bien, ahora entremos, dijo. El médico nos
examinó mientras jugaba a la baraja. ¿Cómo te llamas?, ¿dónde vives?, ¿a qué te
dedicas?, saca la lengua: andan drogados, dictaminó el médico. Doctor, se
equivoca, no venimos ni borrachos ni drogados, contesté indignado. Tu amigo
trae el ojo morado, joven, seguro se cayó de borracho. El que sigue, dijo el
doctor. Enseguida nos quitaron cinturón, agujetas, cartera y demás
pertenencias. A mis amigas las pasaron a unas celdas pequeñas y recién
pintadas. Queremos ir con ellos, dijeron éstas. Las violan, contestó un policía
mal educado. Mientras pasábamos por algunas celdas aledañas, nos dieron la
bienvenida con toda clase de improperios. Nos metieron a una celda angosta y
pequeña infestada de delincuentes. Al entrar, éramos como unos ratones en
observatorio. A ver pinches fresitas putos, túmbense o les ponemos el otro ojo
morado, dijo un cholo con lagrimitas tatuadas en la mejilla. No traemos nada,
todo no lo quitaron, dijo mi amigos con la voz temblorosa. ¿Y los tenis qué, putos?, quítenselos y
también la camisa. Joder, nos dejarás encuerados, dije sin titubear. Por
fortuna, otro cholo, el que parecía ser el jefe, nos salvó. ¿Cómo te llamas? me
preguntó, Salvador Munguía, contesté, ¿tu padre se llama igual que tú y
organizaba conciertos de rock? Sí, dije aliviado, yo iba a los concierto del
TRI, loco, y conozco a tu padre, y agregó en voz alta: aquí hacemos esquina y
quien se quiera pasar de verga con ustedes le parto su madre, dijo mi nuevo
amigo, el jefe cholo. En ese momento desee tener la cabellera a rapa, un
pantalón más holgado y un tatuaje de la virgen. Mi otro amigo buscó un lugar donde
dormir, antes me aconsejó dormir con un ojo siempre abierto, y orgulloso, señaló,
ves, el putaso que me diste sirvió, enseguida se escabulló entre unos vagos que
dormían en el piso y ahí pegó el ojo hasta la mañana siguiente. La madrugada
fue una de las madrugadas más eternas de mi vida. Me encontraba entre
borrachos, golpeadores, tiradores, un presunto homicida y muchos pandilleros. De vez en cuando el cholo me contaba anécdotas de sus peleas callejeras. Había algo de atractivo en aquel lugar, todos aquellos hombres de alguna manera u otra
habían desafiado la ley.
Intenté dormir pero fue imposible. Olía a madres, a orines de hombres que supongo jamás habían tomado un litro de agua pura en sus míseras vidas. Había gritos y mucho escándalo. La llamada a la que todo detenido tiene derecho jamás llegó. Salimos a las 8 de la mañana. Me despedí del cholo y le di un abrazo como si se tratara de mi hermano mayor. Los 30 pesos de fianza lo pagó el padre de una de mis amigas con una indispensable condición: alejarnos de su hija. Al salir de ahí me juré a mí mismo no volver a pisar esa mazmorra por el resto de mis días.
Intenté dormir pero fue imposible. Olía a madres, a orines de hombres que supongo jamás habían tomado un litro de agua pura en sus míseras vidas. Había gritos y mucho escándalo. La llamada a la que todo detenido tiene derecho jamás llegó. Salimos a las 8 de la mañana. Me despedí del cholo y le di un abrazo como si se tratara de mi hermano mayor. Los 30 pesos de fianza lo pagó el padre de una de mis amigas con una indispensable condición: alejarnos de su hija. Al salir de ahí me juré a mí mismo no volver a pisar esa mazmorra por el resto de mis días.
En los siguientes 7 años tuve breves altercados
sin importancia, cosas de rutina. Parecía que al fin me había librado de los
malhechores de la justicia. Hasta el día de ayer…
…..
La noche de ayer salí de
mi casa a comprar pañales y leche para mi hijo. En el supermercado –maldito
destino- me encontré a unos amigos -entre ellos mi amigo, con el que había
caído la primera vez-, y mientras ellos compraban cervezas y una botella de
vino, yo buscaba los pañales adecuados para el crío. Salimos del supermercado,
me invitaron a beber, les prometí que más tarde los alcanzaría, bueno, dijo mi
amigo, vamos a brindar por tu hijo antes de que te vayas, estamos en la vía
publica, argumenté. No pasa nada, aquí enfrente vive tu tocayo, además sólo
beberemos una cerveza, comentó el amigo. No quise ser descortés y acepté la
invitación, pero sólo beberé una, les advertí. No llevábamos ni la mitad de la
cerveza cuando un comando de 10 patrullas nos tenían rodeados. ¡A ver cabrones,
a la pared, abran bien las patas! Oiga señor oficial, soy abogado, ¿qué delitos
estamos cometiendo? expuse. No se puede beber en la vía pública y estamos en
Operativo. Mi amigo –también abogado- exigió un abogado y comenzó a sudar frío.
Como no corrí antes, susurró. Lo miré con odio. Pero oiga, yo no me puedo ir
con ustedes, no me ha dicho que delito cometí y además tengo que llevar pañales
y leche para mi hijo. Súbase licenciado o lo subimos. Subí por mi propio pie,
juntos a mis amigos. Las patrullas venían llenas de personajes inocentes como
nosotros, nadie se veía en estados inconvenientes ni tenía cara de asesino. El
policía que nos cuidaba me explicó que sólo era parte de la rutina y llegando a
barandillas pagaríamos nuestras multas y pronto estaríamos en la calle de
nuevo. Necesito hacer una llamada oficial, me están esperando con los pañales.
No se puede lic. ya sabe, ordenes del comandante. En una estúpida muestra de
que la policía nos cuida y nos vigila, nos pasearon como animales de circo por
toda la ciudad. Nos exhibieron por el centro histórico, por la Chapultepec, por
la Félix Ireta, por el bulevar García de León, por la Ventura Puente, y persona
que veían comprando alcohol era levantada de inmediato, como si se tratara del
peor de los delitos. Llegamos un centenar de sobrios y dos que tres borrachines
a barandillas. Mi amigo se acercó y con nostalgia dijo, ¿te acuerdas, la pasamos
bien aquella vez, no?, cállate, cabrón, no estoy de humor, le contesté.
El trámite fue el mismo.
Un polizonte nos registró. Otro nos tomó la foto. Nos pasaron primero a una
celda pequeña, ahí nos volvieron a pedir nuestros datos. Después de una hora
nos hicieron el “examen toxicológico”. Era el mismo médico de hace 7 años y en
ese momento supe que todo se había ido al carajo. ¿Cómo te llamas?, ¿dónde vives?, ¿a qué te dedicas?, saca la lengua: andas drogados, dictaminó el médico. Doctor,
se equivoca, ni vengo borracho ni drogado, contesté indignado. El que sigue,
dijo el doctor. Enseguida me pidieron que me quitara cinturón, agujetas,
cartera y demás pertenencias. No vaya ser que se nos quiera ahorcar mi lic.
Pendejo, le contesté desganado. Sería tan amable de dejar los pañales, dijo
uno, no, contesté, los ocupo, no pienso poner mi culo en esas bacinicas,
jaja…ándele pues lic. pásele con sus pañalitos.
Una gran celda con olor a meados me esperaba, era tan fuerte el olor a orines que hacia suponer que era habitada por hombres que supongo jamás habían tomado un litro de agua pura en sus míseras vidas. Antes de entrar me quité los lentes para verme menos pepinazo, fruncí las cejas y puse cara de maldito. Patee a mi amigo delante de unos cholos y escupí un gallo verdoso. Caminé a paso seguro y desperté a un borrachín que dormía sueños insondables, lo levanté de la cama de cemento; quítate por allá, dónde no te pueda ver, le dije.
Los pañales me sirvieron de almohada y dormí un rato. Mis amigos se acercaron, querían hacerme platica. ¿Estás molesto? Por su culpa, idiotas, estoy aquí. Es culpa del operativo, Chava, el operativo es como la tempestad, no hay poder en la tierra que pueda detenerlo, argumentó estúpidamente uno de ellos. Me paré y fui hasta la rendija, llamé a un polizonte y le exigí mi llamada. Más tardecito mi lic. fueron a pagar el teléfono, nos los cortaron ayer, dijo el chistoso. Volví a mi cama de cemento y una melancolía infinita se apoderó de mi alma; pobre hijo mío, qué haría sin pañales y sin leche, pobre de su culito, malditas sus tripas que no lo dejarían en paz con una simple avena, indefensa criatura que no tiene la edad para reprocharme nada, cómo hacerle saber que su padre estaba rodeado de criminales en potencia, encerrado y nostálgico. Llamé a mi amigo que cabeceaba recargado en un barrote, le dije que lo estimaba mucho y que lo echaría de menos pero que por favor no me volviera a dirigir la palabra en toda su vida. Se quedó sin palabras. Acomodé otra vez los pañales de almohada y me quedé pensando en lo idiotas que eran nuestras autoridades. En ciudades como Madrid, Barcelona o París, le gente puede beber en las calles, no hay necesidad de huir, de sobornar a la policía o de llenar las cárceles preventivas para recaudar fondos que nunca sabremos a donde van a parar. ¿De verdad creen que por realizar ese tipo de redadas la gente se volverá abstemia y dejará de beber en la calle? Ingenuos. ¡Que vayan por los violadores, por los robachicos, por los secuestradores!.. ¡A los borrachos déjenlos en paz, carajo!
Una gran celda con olor a meados me esperaba, era tan fuerte el olor a orines que hacia suponer que era habitada por hombres que supongo jamás habían tomado un litro de agua pura en sus míseras vidas. Antes de entrar me quité los lentes para verme menos pepinazo, fruncí las cejas y puse cara de maldito. Patee a mi amigo delante de unos cholos y escupí un gallo verdoso. Caminé a paso seguro y desperté a un borrachín que dormía sueños insondables, lo levanté de la cama de cemento; quítate por allá, dónde no te pueda ver, le dije.
Los pañales me sirvieron de almohada y dormí un rato. Mis amigos se acercaron, querían hacerme platica. ¿Estás molesto? Por su culpa, idiotas, estoy aquí. Es culpa del operativo, Chava, el operativo es como la tempestad, no hay poder en la tierra que pueda detenerlo, argumentó estúpidamente uno de ellos. Me paré y fui hasta la rendija, llamé a un polizonte y le exigí mi llamada. Más tardecito mi lic. fueron a pagar el teléfono, nos los cortaron ayer, dijo el chistoso. Volví a mi cama de cemento y una melancolía infinita se apoderó de mi alma; pobre hijo mío, qué haría sin pañales y sin leche, pobre de su culito, malditas sus tripas que no lo dejarían en paz con una simple avena, indefensa criatura que no tiene la edad para reprocharme nada, cómo hacerle saber que su padre estaba rodeado de criminales en potencia, encerrado y nostálgico. Llamé a mi amigo que cabeceaba recargado en un barrote, le dije que lo estimaba mucho y que lo echaría de menos pero que por favor no me volviera a dirigir la palabra en toda su vida. Se quedó sin palabras. Acomodé otra vez los pañales de almohada y me quedé pensando en lo idiotas que eran nuestras autoridades. En ciudades como Madrid, Barcelona o París, le gente puede beber en las calles, no hay necesidad de huir, de sobornar a la policía o de llenar las cárceles preventivas para recaudar fondos que nunca sabremos a donde van a parar. ¿De verdad creen que por realizar ese tipo de redadas la gente se volverá abstemia y dejará de beber en la calle? Ingenuos. ¡Que vayan por los violadores, por los robachicos, por los secuestradores!.. ¡A los borrachos déjenlos en paz, carajo!
Volví a dormitar hasta la
mañana siguiente. Al despertar ya no estaban mis amigos ni casi nadie,
únicamente 4 borrachines y yo. Un oficial dijo en voz alta mi nombre y contesté
presente. Ya pagaron su multa, dijo. ¿Cuánto hay que pagar y a quién?, pregunté.
Fueron 31 pesos con 50 centavos y lo pagó su amigo. Fui por mis cosas y pagué
la multa de los 4 pobres diablos. Respiré el olor de la libertad y me puse
contento. Llegué a la casa a las
11 con pañales y leche. No encontré a nadie. Salí a comer algo y a beber una
cerveza fría en un lugar establecido: los perros andan sueltos y hay que andar
con cuidado. Después me reporté con los que se preocuparon por mí. No fueron
muchos. Más tarde y en persona me disculpé con Nick. Me disculpó esbozando una sonrisota
que me ablandó el corazón.
PD: Cuando Nicolás tenga
edad suficiente, le diré que jamás
se debe confiar en la policía, en las mujeres ni en los amigos. Seguro correrá
con mejor suerte que su padre.
twitter: @chavamunguias
twitter: @chavamunguias
25 de mayo de 2012
Adiós Perla
Para Andrea en su cumpleaños 25
Habían quedado de coger aquel día. Sería
una noche especial. Inolvidable. Perla había propuesto una noche con velas,
vino tinto, aromatizantes, ropa interior nueva. Una maldita noche romántica.
Para Javi era una noche triste. Quizá la última con Perla. La chica partía al
día siguiente a estudiar a otra parte, lejos, muy lejos. Y según ella, no
quería irse siendo “virgen”, ni Javi tampoco.
Le marcó por la mañana. La voz de Perla en
persona era tan seductora como un violín. Por teléfono su voz era excitante y
Javi vibraba cuando la escuchaba.
—Javi, cómo
amaneciste, cariño?
—Pensando en ti. Soñé contigo.
—Qué soñaste?
—Soñé que te desnudaba mientras íbamos camino al
desierto. Te desnudaba en cada parada. Te quitaba la blusa en el primer
semáforo. En la autopista me deshacía de tus pantalones. En la caseta de cobro
te bajaba los calzones con la boca.
—Jaja… qué cosas dices, Javi, estás loco, me
estás poniendo cachonda… y luego.
—Pues, conforme nos acercábamos al desierto, tú
ya tenías ropa otra vez… Era un cuento de nunca acabar.
—Jajaja…. pues hoy tus sueños podrán hacerse
realidad.
Hubo un breve silencio. Después Javi preguntó:
—Qué significará el sueño?
—Javi, no tengo mucho tiempo. Sólo quiero recordarte
nuestra cita de hoy. No vayas a llegar tarde.Y por favor, no comas, preparé
algo especial para ti… Ahh, no fumes marihuana, no te quiero lento y torpe.
Javi contestó desganado:
—No te preocupes, cariño. Nos vemos en la noche.
—Te espero a las siete. Recuerda que tenemos
pocas horas. Me voy muy temprano y me faltan muchas cosas por empacar.
Un disparo de amargura atravesó el estomago
vacío de Javi.—No me lo tienes que estar repitiendo. Nos vemos en la noche.
—Besos, corazón. Te veo en la noche.
—Nos vemos, Perlita.
Perla y Javi se conocieron el último
semestre de la prepa. Javi le hacía chistes y le pedía los apuntes del día.
Muchas veces la acompañaba hasta su casa. Un día, Javi le pidió que fuera su
novia, como muchas cosas incomprensibles en la vida, Perla aceptó.
Perla era hermosa. Alta. De mejillas
sonrosadas. Tenía las costillas pegadas a la piel. Los ojos verdes, llenos de
vida. Y las nalguitas respingadas como su nariz. Era una chica lista con buenas
notas en la escuela. En público era tímida y callada. Venía de un pueblo lejano
y desértico. Aquí en la ciudad vivía con su tía. Era un encanto la muchacha.
Todo lo contrario a Javi. Un mozo poco
agraciado. Tenía la piel morena. Los pelos tiesos, negros. Tenía los ojos
miopes, negros, de capulín. Las pestañas de tejaban. También tenía las costillas
pegadas a la piel. De una flacura que daba lástima. Nada que Javi tuviera que
presumir, salvo que caía bien a las personas, tenía la sangre ligera. Era un
holgazán. El vago se pasaba el tiempo en los billares Asturias, ese lugar apestoso
a miados, infestado de viejitos y comerciantes. Jugaba bien a la carambola y al dominó. Poco parecía importarle a Javi
la escuela. Sacaba notas mediocres. Las necesarias para no reprobar. La escuela
no era lo suyo. Sus padres ya habían perdido las esperanzas. Le gustaba fumar marihuana y beber cerveza.
Visitaba a Perla en la casa de su tía con el
pretexto de ponerse al corriente en la escuela. Perla con paciencia, le
explicaba algunas cosas y le hacía tomar los apuntes importantes. Aprendía más
de ella que cualquiera de sus profesores. Le gustaba escucharla. Tenía un
timbre de voz angelical que provocaban en Javi erecciones que le impedían
moverse o cambiar de posición. Con el tiempo y con permiso de la tía, Perla lo
pasaba a un pequeño estudio al fondo de la casa, donde resolvían, mejor dicho,
Perla resolvía, problemas de trigonometría, de química y física. Una martirio
para Javi que se esforzaba en mantenerse interesado. No por mucho tiempo. Llegó
el día que Perla se sintió muy acalorada. Tenía las mejillas coloradas. Le
dio el síndrome de las piernas inquietas. Se mecía el cabello delante de Javi.
Lo veía más de la cuenta. Se mojaba sus anchos labios con su lengua de
lagartija. Javi, que sólo la cara de idiota tenía, supo de qué se trataba.
Había que hacer algo. ¡Al carajo el estudio! Se lo dejaba en manos de la
naturaleza que como todos sabemos, lo controla todo. Y dos personas se necesitan
el uno del otro.
Mientras resolvían un problema matemático, Perla
le preguntó que si le molestaba que le hiciera cosquillitas en la espalda. Javi
respondió:
—No, no me molesta. Había estado esperando este
momento toda mi vida–había respondido como un digno caballero-.
Y Perla comenzó a deslizar sus afilados y
delgados dedos de arriba abajo. Javi tenía la piel chinita, desde los pies
hasta lo pelos tiesos de la cabeza. Javi se paró y la rodeo por atrás. Tenía
muy de cerca las nalguitas respingadas
que toda la escuela envidiaba. Le hizo cosquillas ahora él. Sobre el cuello garboso. Sobre el vientre
liso. Perla le detuvo las manos. Ella volvió a tomar la iniciativa. Perla tocaba
aquí, tocaba allá. Lo hacía torpemente. Era novata, pero tenía intuición.
—Lo hago mal, Javi?
—Podrías hacerlo mejor, Perla.
—Cómo? –preguntó con avidez.
—Bésate frente al espejo.
—Y ya?
—No, empieza lento y suave y después ensalívalo
con la lengua.
—Y ya?
—No, tócate los pechos, las nalgas, la
entrepierna, todo, siempre frente al espejo.
—Y ya? –insistía la muchacha.
—No, mañana, tendrás que hacerlo igual, es
cuestión de práctica.
Semanas después, Perla le bajó el cierre del
pantalón. Fue la primera vez que se vino enfrente de Perla. Lo hizo en su mano.
No lo pudo evitar. Perla le manoseaba la verga con curiosidad y simpatía. Sus
ojos verdes se concentraban poseídos en el bulto. Lo examinaba. Lo olfateaba de
lejos. Lo palpaba. Lo apretaba. Lo acariciaba. Lo frotaba de arriba abajo. Lo
arrullaba como los capitanes de barco balancean a sus tripulantes. Javi flotaba
en una burbuja con dirección al cielo. Había fumado un porro del tamaño de un
guarache de la plaza San Agustín. Aguardaba en su alma una paz y una serenidad
celestial. De pronto, sintió como la burbuja se había elevado tanto que no
tardaría en estallar. Fue cuando un cosquilleo en las orejas y un calor intenso
se apoderaron sobre sus hundidas mejillas. Se paró del sillón y sujetó con
fuerza a Perla. Ésta se dejó agarrar los pechos. Eran suaves como los duraznos
en almíbar. Pero volvió a sentar a Javi y siguió frotándole la verga de arriba
abajo. La burbuja explotó. Un chorro espumoso y blanquecino humectó la palma de
la mano de Perla. Javi respiró hondo y no dijo nada. Ella también suspiró hondo
y pausado. Esbozó una ligera sonrisa, como quién ha cumplido con el deber
después de una larga batalla.
Atrás habían quedado los días que le dedicaban
al estudio. Las tardes en el pequeño estudio se reducían al forcejeo, al jadeo,
a ensalivadas, a manoseadas, a fajes escandalosos; etapas de la vida.
Hubo un día en que Javi la desvistió por
completo. Bueno, casi. Perla nunca se dejó quitar las bragas. Eran unas bragas
desgastadas, de circulitos negros. Perla se trepó encima de Javi. Javi quedó
sorprendido por los movimientos de Perla. Se movía como si fuera una experta la
cabrona. Sin quitarse nunca las bragas, le dijo Perla a Javi que sólo le
metiera la puntita. No vengo preparado contestó éste.
—Si me metes la puntita no pasa nada. Además es
la primera vez. No seas pendejo -le dijo.
Lejos de excitarlo, Javi se asustó. Recordó las
palabras de su padre: sin globos no hay fiestas. En milésimas de segundo,
imaginó un mundo al lado de Perla, panzona, con 3 hijos de él y regañándolo por
llegar tarde y marihuano. No era posible que Perla, la chica más lista del
salón, creyera ese tipo de babosadas… Pueblerina, al fin y al cabo.
Pero el cuerpo –desde Adán hasta nuestros días-
es débil. Y como el perro que servilmente le tiende la patita a su amo, Javi le
metió la puntita. Únicamente la puntita. Perla se alocó como nunca antes. Los
poros de su nariz se ensancharon. Las mejillas se le pusieron coloradas. La
mirada desorbitada. Los pezones duros y más negros. Se movía como una loca en
una clase de gimnasia. Movía las caderas. Arqueaba la espalda. Tenía la mirada
desorbitada. Estaba fuera de sí.
—Otra vez la puntita, Javi –dijo como el
sediento que regresa después de una ida al desierto.
—Esa no es la puntita, Perla, es todo lo que
hay.
—Te dije que solo la puntita, cabrón.
—Pues tú te la metiste completa.
—Pinche Javi. No mames. Ok, ahora sólo la
puntita.
Perla se
volvió a trepar encima de Javi. Apoyó las dos manos sobre el pecho de
Javi. Paró el culo, buscó la verga de Javi y con ella hizo a un costado las
bragas desgastadas, de circulitos negros. Se aseguró que sólo fuera la puntita
y volvió a moverse, primero lento, después más rápido.
Perla lanzó un gruñido salvaje.
Enseguida a Javi se le nubló la vista, le dio la miopía o sabe qué cosas pero
se le nubló. A su mente le llegaban ráfagas de mujeres desnudas aventándole
pintura blanca. Más blanca que la leche de vaca. Era una pintura espesa,
chiclosa, que lo envolvía y que le impedían moverse. De pronto, se volvió a
sentir que flotaba en una burbuja, pero la burbuja iba rápido, sin rumbo fijo.
Y volvió el cosquilleo en las orejas y un calor intenso se volvió a apoderar de
sus mejillas y se retiró. Aventó las entrañas por allá con violencia delicada.
Aventó un líquido blanquecino que embaraza mujeres. Aventó un líquido igual de
espeso y chicloso que la pintura que segundos antes le habían venido a su
mente. Aventó su descendencia.
Sintió un alivio jubiloso.
Perla seguía jadeando. Fue recuperando la calma,
poco a poco. Silenciosa en el pequeño estudio se quedó escuchando los latidos
de su propio corazón. Después comenzó a llorar.
—Por qué lloras?
—Nunca me has dicho que me quieres.
—Tú tampoco, Perla, pero te quiero –cosa que en
el fondo era verdad-.
—En
serio?
—Sí, en serio.
—Yo también, Javi.
Comenzó a vestirse quitada de la pena, como si fueran
marido y mujer.
—Me gustan tus calzones, Perla.
Perla no dijo nada. Sólo le cerró un ojo, una
última lágrima se deslizó por su mejilla. A Javi hizo que el corazón se le
fuera hasta los tobillos.
Prendió un porro. Un olor dulce a yerba quemada
envolvió el estudio. Perla volteó a verlo con tirria. Javi dio tres, cuatro,
cinco, seis caladas y lo apagó de inmediato. Ahora Javi escuchaba los latidos
de su corazón. Latía con armonía.
Perla rompió el hielo y dijo:
—Ves, sigo siendo virgen, Javi. Cuando una
pierde la virginidad sangra las cobijas.
—No siempre, Perla, y no había cobijas.
—Que ingenuo eres, Javi. De haberlo hecho bien,
hubiera sangrado.
—Si así lo quieres pensar –le contestó sin
ánimos de ofender- sigues siendo virgen, Perla.
—Es que cuando una deja de ser virgen, sangra,
Javi, entiende –lo dijo mientras terminaba de ponerse el sostén.
—Es verdad, Perla. Es verdad.
—Pero contigo quiero perderla, Javi –agregó en
tono sugestivo.
Faltaba una hora y media para que dieran las 7.
Javi estaba ansioso y prendió un porro. Unas cuantas caladas, no más. Después
se metió a los billares Asturias. Jugó a 15 carambolas y se dejó ganar. Volvió
a la calle en dirección a la casa de Perla. Le compró unos chocolates en el
camino. Pensó en los días posteriores sin Perla y una bola de tristeza se le
incrustó en la panza. Las manos le comenzaron a sudar. Aceleró el paso y
después se echó a correr. Lo único que quería era llegar y abrazarla muy
fuerte. Le propondría que también él se iba con ella. Seguro y a Perla le
encantaría la idea. Cuando llegó a la casa, sudaba a chorros. Las sienes le
retumbaban. El corazón le sacudía con violencia. Tocó el timbre. Se limpió el
sudor de la frente. Volvió a tocar. El timbre emitió un eco que se incrustó en
lo más recóndito de las sienes. Se asomó al patío y sólo vio penumbras. Espero
dos horas sentado en la banqueta. La marihuana lo relajó. Un impulso extraño se
apoderó de él. Y se saltó a la casa. Caminó al patio trasero, allá donde el pequeño
estudio aguardaba silencioso. Buscó las velas, el vino, los aromatizantes.
Nada. Estaba solo en la casa, completamente solo. A tientas fue al dormitorio
de Perla. Abrió y cerró cajones. Encontró cajitas, cartas viejas, papeles,
lápices usados. Hurgó el tocador y levantó el tapón de los frascos de perfume,
los olió y los puso exactamente como estaban. También vio el boleto de autobús
de ida y sin regreso de Perla y sintió nauseas. Husmeó unos baúles que Perla ya
tenía listos para partir. Se asomó debajo de la cama. Abrió el closet y
olisqueó algunas prendas que Perla todavía tenía colgadas. Vio sus zapatillas y
los ojos se le inundaron de lágrimas al ver que la mayoría estaban raspados de
la punta izquierda. A un costado de la cama, había dos maletas grandes. Abrió
una y encontró toda la ropa interior. Acarició todos sus calzones y calcetines,
las apretó con ambas manos. Las bragas se las llevó a la nariz y aspiró con
brío cada una. Apartó las bragas desgastadas de circulitos negros. Siguió
tocando. Era un deseo de tocar, de oler, de acariciar todo lo que pertenecía a
Perla. Era un mundo nuevo para él. Eran las 10 y pasadas cuando se recostó en
la cama de Perla. Era un colchón amplio que se hundía en el centro. Tomó las
bragas desgastadas de circulitos negros y se las llevó a la nariz. Enseguida se
bajó el cierre del pantalón y comenzó a masturbarse. Sintió sus propias manos
ajenas. Dónde carajos estaban los dedos afilados y delgados de Perla. Cuando se
corrió, se limpió con las bragas viejas de Perla. Las envolvió y las volvió
a guardar dentro de la maleta. Se paró y
quiso salir de ahí de inmediato.
Sobre la calle, prendió otro cigarrillo de mota.
Fueron varias caladas. Tosió como un perro que se atraganta con un pedazo de
pollo. Volteó a ver la fachada de la casa. La observó con desdicha y horror. No
podía llorar. Sólo sentía arenoso la mitad del cogote. En sus labios se dibujó
una sonrisa triste. Comenzaron a caer
desganadas algunas gotas de agua. Aceleró el paso. Comenzó a correr. Corría
como un caballo desbocado. Llovía con mayor fuerza. De vez en cuando saltaba o
esquivaba un charco de agua. Se tropezó en una alcantarilla abierta. Se abrió
la boca y se raspó las rodillas. Se volvió a incorporar. Y volvió a caer y se
volvió a raspar las rodillas y las manos. Y volvió a echar a correr. Corrió
como un rayo, sus pies flotaban a través de los charcos. Cuando llegó a su barrio,
disminuyó la velocidad. Apenas contenía el aliento. Cuando estaba a metros de
su casa redujo la velocidad a un paso normal. Estaba sucio, mojado y herido. Se
limpió y se sacudió antes de entrar. Abrió despacio la puerta de su casa.
Dentro no llovía ni hacía frío. Sintió un gran alivio. Sus padres cenaban. Él
no quiso. Se dieron las buenas noches. Javi se fue hasta su cuarto. Se desnudó de prisa. Luego apagó la luz de la mesita y se quedó a oscuras, inmóvil.
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FIZGONEO,
LITERATURA
Publicado por
Salvador Munguía
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