31 de agosto de 2009

Sin Remitente II


Por: Salvador Munguía
Foto: Ricardo Cerqueda

Hace poco soñé contigo, no recuerdo qué, ni detalles. Lo único que recuerdo es que tenías puestas, las bragas, las blancas, las desgarradas. Ese mismo sueño, me trasladó a otro, a una epifanía de aquel sueño que tuviste con Muddy. Un remake de tu sueño en otras palabras. La noche en que según tú, me esperabas en el Satín Rojo. La noche en que Muddy llegaba al Satín, vestido de smoking negro, una sucia camisa blanca y un moñito gris, desgastado. Nadie lo reconocía. Es más, nadie sabía quién era, solo tú. Y tú con toda tu coquetería, tu seducción y atención, le pedías a Muddy que se sentara en tu mesa. Le habías dicho que tu pareja (creo que yo) le gustaría conocerlo. El cabrón te veía, le daba una risa discreta, maliciosa. Le hablabas de mí, de lo contento que me pondría tener el gusto de conocerlo, de platicar de música, de blues, de mujeres. Pero a Muddy no le interesaba conocer a otro tipo. A él solo le interesabas tú, nadie más. Te observaba fijamente. Tu fumabas haciendo circulitos. En un determinado momento, Muddy te quitaba tu bebida, sino mal recuerdo una cerveza clara. La tiraba sobre un macetero que estaba cerca. Pedía un par de rones con agua mineral. Sacaba tabaco para liar, te ofrecía, pero preferías seguir fumando tus mentolados. Te volvía a mirar, le encendías su cigarrillo. En silencio los dos fumaban. De vez en cuando chocaban las copas. Un regocijo se apoderaba de sus cuerpos. Te pedía que te acercaras, y el cabrón te ponía una mano sobre tus muslos tibios. Una vez cerca, te echaba todo el tufo de alcohol y tabaco fuerte. Y susurraba en tú oído: ”Whoa yeah, oh yeah…everythin’s gonna be alright this mornin’…Ooh yeah, whoaw. Now when I was a young boy, at the age of five. My mother said I was, gonna be the greatest man alive. But now I’m a man, way past 21. Want you to believe me baby, I had lot’s of fun…I’m a man. I spell mmm, aaa child, nnn…That represents man. No B, O child. That mean mannish boy. I’m a man. I’m a full grown man. I’m a man. I’m a natural born lover’s man. I’m a man. I’m a rollin’ stone. I’m a man. I’m a hoochie coochie man. The line I shoot will never miss. When I make love to a woman, she can’t resist. I think I go down, to old Kansas Stew, I’m gonna bring back my second cousin, that little Johnny Cocheroo. All you little girls, sittin’out at that line. I can make love to you woman, in five minutes time…I´man. (Oh, sí… todo va a salir bien ésta mañana. Sí. Cuando era un niño, de unos cinco años, mi madre dijo que me iba a convertir en le tío más grande. Pero ahora, que ya soy un hombre, pasados los veintiún años quiero que me creas cuando te digo que soy el tipo más divertido. Soy un hombre. Deletrea conmigo: H-O-M-B-R-E Sí, significa hombre. Y no: N-I-Ñ-O Significa un chico mayor ya. Soy un hombre. Ya crecidito. Soy un hombre. Un amante nato. Soy un hombre. Sin ataduras. Un chico mayor. Un "hoochie coochie… Mi línea de tiro, nunca falla. Cuando le hago el amor a una mujer no se puede resistir. Creo que me voy al sur, hacia Kansas. Voy a traer de vuelta a mi primo segundo. Ese pequeño Juan el Conquistador. Todas vosotras, chicas. Sentadas ahí en línea. Podría haceros el amor a todas en apenas cinco minutos. Como un hombre)

Me contaste que te calentó tanto el cabrón de Muddy, que lo de menos era su gordura y su poca gracia física, ni el olor a sudor que desprendían sus ropas. Estabas tan excitada que le pedías que continuará. Que no dejara de cantar cerca de tú oído. Que no quitara sus manotas ni sus dedotes sobre tus muslos, ya no tibios, ahora hirvientes. Sus dedotes llegaban fácilmente hasta tus bragas. Lentamente las empezó a jalar. Te resistías. Él lo volvía a intentar y te volvías a oponer. Fue tal el forcejeo que las bragas blancas se desagarraban. Ya Muddy desesperado, te decía: Baby, I just make to love to you. Según tú, le explicabas a Muddy que en cualquier momento podría arribar tu prometido (creo que yo). Pero el maldito gordo, no se daba por vencido, quería que constataras que debajo de su pantalón guardaba un gran pito para ti. Cuando la batalla la ganaba Muddy, y tus bragas ya estaban a la altura de tus rodillas, tus bragas blancas, rotas y desagarradas, tus bragas empapadas de líquidos vaginales y sepa que más. Ya no le pedías, le rogabas que no quitara sus dedos y sus manotas, ni su bocota sobre tú oído… ¡Y oh dios mío!... No llegué al Satín Rojo, llegué a la misma alcoba donde nos amábamos, a la de la vida reall, los buenos sueños, no duran, algún ruido, un movimiento, un vulgar ronquido, un susto, una impertinencia, (como fue lo que hice) lo echa todo a perder. Esa noche, llegué borracho, un tropezón, interrumpió los sueños eróticos, entre una linda señorita como usted y el panzón de Muddy Waters. ¿Ya te acuerdas?...Por cierto, despertaste de muy mal humor. Y como no, tenías todo el derecho.

No me digas que no te sorprendió, que no te creo. Pero si el sueño no bastó. Lee bien esto:

No me traje ninguna foto tuya, ninguna carta, ninguna camisa de las que me regalaste, tampoco el reloj que me diste en navidad. Me traje tus bragas. Sí, las blancas, las que te desgarró Muddy. Las que a partir de “tu” sueño, te ponías cuando me querías “provocar”. No hacían falta, con solo verte me provocaban ganas de lamerte, sacarte los ojos y hurgar y excavar todas tus honduras. Pero insististe tanto que, tus bragas, las blancas, las desagarradas, se han convertido en un problema. Enfrente de mi casa, vive una Pajarraca, no sé si sea argentina o uruguaya. La conocí porque más de una ocasión nos encontrábamos en el elevador, a la misma hora, todas las noches. Le sonreía cuando ella lo hacía. A veces creía que me saludaba, pero tiene un tic nervioso en el cuello. Lo mejor era esperar su sonrisa. Pero eso había sido todo. Hasta que un día, el alcohol, la calurosa noche, el sofocante aire dentro del elevador, la necesidad de ser “amado” aunque sea por una noche, y sobre todo, la iniciativa de ella (yo no lo hubiera hecho, créelo) para llevarme a su cama. Tú más que nadie, debes saber que las necesidades del cuerpo son incontrolables, el deseo no sabe de pretextos. Dice la sinopsis de una película que no he visto: “la soledad vuelve frágiles a los personajes, que se endurecen cuando deciden darse calor unos a otros”. En mi caso fue devastador, perdón, pero desde que te marchaste -y eso hace mucho-, no tenía un encuentro carnal. Total que, la Pajarraca me metió a su departamento, fuimos hasta su cama, se montó encima de mí. Me envolvió tiernamente entre sus alas. Nos besamos tímidamente, nuestros besos y caricias se iban conociendo poco a poco. No lo hacía mal. Hasta que el tic de su cuello empezó a ponerse nervioso. Eso propició que yo empezara a perder el control y la concentración. La detuve en seco. Pero ella insistía, de pronto, me clavó su pico en mi espalda, cerca de una llaga de pus que ahí me dejaste, y cuando sus garras se postraron en mis piernas, sentí un dolor inmenso. Quise gritar, pero fue imposible. Sentía como un líquido caliente recorría toda mi espina dorsal. No sabía si era sangre, sudor o su baba. Batallamos, y fui rendido en la contienda. No me quedo de otra que acceder, debilitado, exhausto. Pero le hubieras visto aquellos ojos; uno verde y el otro plomizo. Uno me miraba de frente, el otro, el plomizo, localizaba la mirada hacia los costados, hacia arriba, escudriñaba a distancia, lo veía todo. Ahí no termina, cuando sentí esa naricita, olfateándome la panza y aquellas orejas puntiagudas, volví a tal desconcierto e irritación que la tomé por el pescuezo, la apreté fuertemente. Esta vez no luchó, no forcejeamos, aflojó su cuerpo, sus pupilas se inundaron de lágrimas. La solté de inmediato, me paré y me marché. Me arrepentí tanto de aquel encuentro. La llaga de pus me ardía, me ardía y me daba rabia que siguiera viva, si (maldita sea) ¡viva!… ¡viva!….Si accedí fue porque intentaba refrescar mi memoria, buscándote en otro cuerpo, en otro aliento, en otros olores, en sabanas nuevas.

Llegando a mi casa, tomé tus bragas, las blancas, las desgarradas. Las llevé a mi nariz y las olí efusivamente, después las sujeté con mi boca, las degusté, me tomé la verga y, me masturbé. Fue una paja brutal, mortífera, triste; contra ti por haberte marchado, contra mi por estúpido, contra la vida misma… y cuando estaba por correrme, hice una pausa. El final debía ser glorioso. Me imaginé yo siendo Muddy, y ser yo el que te cantaba al oído, mientras mis manos recorrían la tibieza de tus muslos. La canción que te susurraba dice así: I don't want you to. Be no slave. I don't want you. To wake all day. I don't want you; sad and blue. I just want to make; Love to you. Love to you. I don't want you to; wash my clothes. I don't want you; to keep our home. I don't want your; money too. I just want to make; Love to you. Love to you. Love to you. Love to you (No quiero que seas mi esclavo. Ni quiero que estés trabajando todo el día. Yo no quiero verte; triste y azul. Yo lo único quiero; es hacerte el amor. Yo no quiero que me laves mi ropa. Yo no quiero que tú; mantengas la casa. Yo no quiero; tampoco tú dinero. Yo lo único que quiero; es hacerte el amor. Hacerte el amor...Hacerte el amor).

Me debo ir, son las 4 de la mañana y debo pararme a trotar y seguir con la monotonía de mi vida. Hasta para no hacer nada se necesita descansar. Después te sigo escribiendo, cuando sepa qué y a dónde. Antes de que te marcharas, apunté las siguientes líneas, no sé quien lo escribió, pero son hermosas:


“Si no he de poder estar contigo porque el tiempo y las circunstancias son el enemigo, aguardo el momento en que el cansancio de nuestros cuerpos se conjuguen, desvanezcan la distancia, la hagan más breve, esperando ese ligero descuido; aquel donde las montañas y los mares, la brisa y la niebla no nos miren; permitiendo movernos en las mismas líneas de un verso que aún no se escribe”…

Lo apunté presintiendo que tarde o temprano te lo dedicaría.


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24 de agosto de 2009

Sin remitente






Espero, al menos, tocar con mi voz aquellos lugares donde te encuentres, dejar que mis pensamientos viajen hasta tocar tu piel, lograr que mis sueños besen tu cuerpo, que mis deseos puedan susurrarte todas las palabras que yo jamás podré...
Anónima




Por: Salvador Munguía


Cuanta razón tenías en advertirme que en este lupanar, solo existíamos tu y yo. Y me reiterabas en no confiar en nadie, “solo en mi”, decías, la siguiente frase era, “pero en el que menos debes confiar, es en ti Salvador, no eres de fiar”. Y yo reía sin saber que decir. Pero que razón tenías. Si no puedo confiar en nadie, mucho menos en alguien como yo. Entiendo perfectamente porque te fuiste. Soy un hombre imperfecto, inseguro, abúlico, un tipo devaluado. El resultado de interminables derrotas y tú como mi única victoria. Lo siento, no estoy acostumbrado a ganar.

Hiciste bien, irte fue una correcta decisión. Sabía que te marcharías, lo que me sorprende, es que hayas esperado tanto. En cuanto a no hacer nada por detenerte, hasta el día de hoy me lo pregunto. Maldita mi inmovilidad, maldito sea mi valemadrismo, mi indiferencia, mi apatía, mi cobardía -¿los cobardes tienen derecho a opinar, a actuar, son capaces?-. Lo hecho, hecho está, el arrepentimiento no conduce a la salvación, está comprobado.

Leí por ahí, “el amor es tenerlo, estropearlo y echarlo de menos”. Que sabia sentencia, ¿no crees? Nos amábamos, nos teníamos…y todo se fue al carajo. Hoy los meses de no verte, se han convertido en años y los minutos en horas y las horas en una eternidad.

Ya sé que no quieres saber nada de mí. Tampoco sé a donde enviarte esta carta. Has cancelado tu email, y en la casa donde algún día vivimos, solo quedó el olor a caricias del ayer. Donde quiera que estés, te confieso que no pude seguir habitando aquellas paredes en las que algún día nos amamos, las mismas que me dejaste de amar y las mismas en las que después me odiaste. Tras esas paredes, en las que tú eras la luz y el calor y la alegría y todo, tras ellas solo quedan recuerdos amargos. Ahora nos queda el dolor de dos viajes distintos, de dos viajes por separado. ¿Fuimos felices?… Difícil de decir, ahora que los recuerdos nos engañan.

No sé si te importe, finalmente me vine a Europa, no me vine de aventura, como siempre lo pensaste. Tampoco por huir de mis “compromisos”, o porque según tú, estaba en la crisis de los 30. El miedo a (por fin) madurar, el miedo a comprometerme, miedo a tener una estabilidad emocional, laboral y por ende financiera, y toda esa basura que cargas con los años. Sobra decir, que no huía de ti, que paradoja, fue al contrario. Pero pensando bien las cosas, si huí, huí por miedoso, inmaduro, irresponsable, irreal y, si no te hubieras adelantado, huiría de ti, seguramente.

Como no te despediste, y no dijiste a dónde ibas, si es que algún día estás en España, y quieres visitarme, –lo dudo- vivo en Barcelona. Es un edificio de los años ochenta (donde vivir cuesta; los dos ojos, 5 dedos, una oreja) está ubicado en el seguro y cómodo barrio, Eixample, entre la calle Roger de Flor y Consejo de Ciento, muy cerca de la plaza Tetuán, a 10 minutos del centro de la ciudad, y te presumo, a 25 minutos caminando a la playa. Es una ciudad hermosa, aunque cara. Pero estoy seguro que le cuesta menos a gente sin esperanza, a tipos sin sueños, a hombres que no saben que hacer con su puta vida, a personas pesimistas, como tu servidor.

Como no tengo a quién escribirle sobre mi estancia en esta calurosa ciudad, no me importa que no te importe. Pero te cuento:

Me levantó al medio día. Después, preparó algo de desayunar (si, increíble, pero lo hago) salgo a comprar el periódico, reviso mi mail -en vano, nadie me escribe, lo abro esperando saber de ti-. Soy un escritor frustrado, pero me entretengo escribiendo cualquier cosa. Aquí viene la parte que menos disfruto; buscar trabajo. Lo hago a través de 3 distintas formas, en foros de red, en la sección de clasificados y mirando en la calle. Ninguna ha funcionado (no estuve dispuesto a lavar platos, mucho menos a repartir papelitos en la calle). La hora esperada llega cerca de las 5 de la tarde, cuando los humillantes rayos del sol se compadecen. A esa hora, camino a la playa, en el camino compró cervezas, naranjas y duraznos. Te recomiendo en caso de que te decidas venir, visitar las playas al atardecer, antes de esa hora, es un caos. Es verano y habrá que prevenir sus consecuencias; niños, señores y señoras, juegos deportivos, música, gritos, escándalo. Imposible tener un poco de silencio. Pero como si no bastará, por estás fechas los italianos han invadido las playas, son insoportables, déspotas, presumidos, altaneros, vanidosos hasta el tuétano, visten como maricas, se comportan como tal, no se despeinan ni cuando salen del agua, en pocas palabras son unos afeminados. Las italianas tienen las mismas características, pero se les perdona, son bellas, son mujeres. De los francés ni hablar, malditos engreídos, creen saberlo todo. Otros que trato de evitar, son a los peruanos, son feos, sin excepción.

He encontrado la forma para aislarme a esas horas de bullicio, conecto el ipod con 10000 mil canciones y un chingamadral de grupos, por ahora escucho poco, entre ellos, El Harvest de Neil Young y uno titulado Electrid Mud del genial Muddy Waters. Sí, Muddy, el mismo negro con el que soñaste más de alguna ocasión, después de haberte contado que, según un libro que escribió una de sus tantas amantes, poseía una de las vergas más grandes, y dicen que no era un chisme inventado, años más tarde, otra mujer volvió a constatarlo en una biografía no autorizada de Muddy, en donde afirmaba que el cabrón aparte de conservar esa potente y grave voz, conservaba un falo monumental.

Volviendo a mi insípido itinerario. Cuando por fin la noche llega, y el silencio se va haciendo eso, silencio, me concentro para no pensar en nada, en nadie, ni en ti. La calma del mediterráneo es enternecedora. Después, para despertar del letargo y de paso sacudirme la arena, los malos pensamientos y la calor, me meto a nadar cerca de 15 minutos, no más. Te resultará increíble y pensarás que soy muy fantasioso, pero he visto sirenas nadando alrededor mío, algunas me han sonreído, otras solo me ven de reojo, desconfiadas, para la mayoría, les soy un ser indiferente. No estoy loco, las he visto, con toda esa famosa y mítica cola de pescado, con todos sus pechos frondosos, tersos y desnudos, son hermosas.

Pasadas la media noche, compro otro tanto de cerveza. Es mejor hacerlo en algún supermercado, te ahorrarás buena plata. No te preocupes por la policía, no pasa nada si bebes en la calle o si fumas un porro. Sé que no lo harás, pero intentes orinar detrás de un coche o en un callejón oscuro, ahí sí, son unos hijos de puta. Si caminas por las ramblas, verás lo molesto que es encontrarte gente ofreciéndote cualquier cantidad de idioteces, a excepción de los paquistaníes que te venden cerveza por un euro, y hachís por 5, pero son tantos que a la larga, se convierten en seres estorbosos y enfadosos, una especie de muertos vivientes. Ahora que estoy recomendadote cosas, ve a comer a L'OLIVÉ, es un restaurante agradable, servicial, prepararan comida mediterránea y catalana, cualquier platillo es exquisito, pero haz la prueba y pide brandada de bacalao, espaldita de cabrito al horno, no te arrepentirás. Para perder el tiempo y como sé te gustan los museos, visita (obvio) el museo Picasso, (de no ir no te perderás de nada), ve al castillo de Monjuic y a las casas que diseño Gaudí, y ya, lo demás no vale la pena. La catedral de la Sagrada Familia, es una mamada, una estafa y tomada de pelo. Si después de visitar los museos, te vuelve a dar hambre, métete a un restaurante italiano, japonés o mexicano, cualquier cosa, pero por favor, no comas los famosos kebabs, sean turcos, indios, o paquistaníes, da lo mismo, no dejan de ser pellejos de cordero, o de pollo, para mí que son de gato, son lamentables.

Visita el Raval y el barrio gótico. No te quiero alarmar, ni jugar con tu paranoia, pero ándate alerta. Carga poco dinero y ese gas que traes en los bolsillos puede servir.

Lo del dinero es impresionante, aquí (como en todos lados) hay gente que lo huele a distancia. Las putas nigerianas, como ejemplo. Ellas son las que talonean todos esos barrios. Tienen mejor olfato que los perros. Huelen todo. Huelen el miedo, huelen la inseguridad, la ingenuidad, la excitación. A mí no sé que me olieron. Seguramente el olor a exceso de alcohol. Miedo no era, excitado tampoco, ni mucho menos dinero. Pero cuando se me acercó aquella tripleta de abejas negras, dispuestas a atracarme, sabía que estaba en problemas. Tienen una estrategia como las hienas. Te olfatean y poco a poco se van acercando, van midiendo la distancia, van provocándote con palabras mal pronunciadas en español,” te chupo tus huevitos sudaditos papi”, dicen. Se van riendo, como las hienas. Te van arrinconando. ¡Y zas, la jauría ataca!, y cuando eso pasa, estás perdido. Pero no lo estuve. Metí hábilmente la mano al bolso que me cuelgo en el cuello, saqué un bolígrafo, y con otro rápido movimiento, tomé por la espalda a la más chaparra del grupo, la apreté contra mí y puse el bolígrafo sobre su cuello. Una empezó a maldecirme en nigeriano, otra le corrió. Mi presa estaba asustada. Lo supe porque desprendía un olor agrio, amargo. Sudaba, gemía. Cuando se tranquilizo, la solté. Violaron una regla vital: “entre tiburones no nos mordemos”. Desde ese día, cambie mi ruta. Que lástima porque me gustaba caminar por ahí.

A veces puedes cambiar la hora y aprovechar tomar el sol. Te aconsejo que, no solo te tires como lagartija para achicharrarte el cuerpo, no, ve y métete, mójate cuando menos, pero mejor, sumérgete, es una delicia estar rodeado de infinidad de tonalidades en azules y verdes. Una vez que hayas hecho esto, ahora sí, toma tu revista Cosmopolitan, bébete una piña colada, tirate como iguana, que sé yo.

Para no enfadarme, de vez en cuando cambio mis rutinas. Salgo temprano de mi casa, troto en dirección a cualquier playa. Nado 15 minutos, no más. Tomo una ducha. Me recuesto en algún camastro. Desde ahí, -si ya sé que te parecerá patético- pero me entretiene observar -siempre discreto, te lo aclaro-, la infinidad de texturas, colores y tamaños de todas las tetas que habitan en el mundo. Aquí están todas: suecas, danesas, chinas, argentinas, españolas, filipinas, ecuatorianas, cameruneses, ¡todas! Hay tetas en forma de peras, de sandias, de limones, de melones, ciruelas pasa, de conos, en forma de montañas, volcancitos, cerritos, de llaves de grifo, de vaca; hay pezones rosáceos, negros, cafés, azulados, morados; chicos como monedas de céntimo, grandes como galletas cubiertas de malvavisco. Otras no tienen pezones o posiblemente son invisibles. Había una que tenía 3 pezones, no es acaso maravilloso, ¡tres! De lo que estoy sorprendido es lo voluble que se ha convertido mi vista. No es muy buena, como lo sabes. Yo diría que es extraña. Pero hay días que todo lo veo de un solo color. Por lo tanto, he visto pechos de todas las gamas: en naranja, azul, negro, las he visto blanquísimas, fosforescentes, verdosas, rojizas. Ayer por ejemplo, fue un día excepcional, todo lo vi en color púrpura. En púrpura, vi unas tetas sorprendentes, tenían un tamaño normal, en forma de naranjos, pero de un color intenso, crudo, pezones diminutos, en forma de diamante, muy brillantes. No sé por qué te estoy escribiendo esto, pero tiene una justificación. No quiero que pienses se trate de cualquier actividad insignificante, idiota, patética, depravada o pervertida, o peor aun, la actividad de un loco bueno para nada, no, lo hago intentando buscar unos como los tuyos. Vi unos parecidos, pero ninguno como tus blanquecinos y tiernos melocotoncitos.

Lo que si puedes hacer, es caminar por el malecón. Quiero que observes una cosa; cuenta la cantidad de hombres en edad avanzada que hallarás por ahí. Verás algunos viejos recargados sobre los barandales o sentados en las bancas. Los hay de todo tipo; morbosos, curiosos, chismosos, libidinosos, ociosos. Pero hay otros más interesantes; los rencorosos y los nostálgicos. Lo verás en sus rostros mal encarados. No te atreverás ni a pedirles la hora, son gruñones y odiosos. Nunca tienen compañía, se apartan de ellos como de un leproso. Los justifico. De llegar yo a esa edad, haré lo mismo que estos viejos. Me vendré a estos mismos malecones. Observaré por horas, aquellos cuerpos hermosos y desnudos con envidia, nostalgia y tristeza. Seguro estaré envidiando -como imagino hacen estos- esos cuerpos, sanos, fuertes y joviales. Pero sobre todo, el coraje de no poder nunca más poseer y desflorar aquellos esculturales cuerpos de hermosas doncellas. E imaginarlo me pone muy triste. Espero no llegar a esa edad.

Podría escribirte tantas cosas, pero ¿cómo saber que leerás esta carta? Y por otro lado, es tan ordinaria e insípida mi vida, que lo que te diga no te sorprenderá. Tengo algo que podría interesarte, en estos días te lo cuento. Seguro te sorprenderá. Espero.

Lea el próximo lunes, la segunda parte de esta rencorosa y pesimista carta.


15 de agosto de 2009

Mi amigo Lencho




Por: Maicol Bravísimo.

Curioso día para que la marrana llegara al mundo, era un 17 de diciembre, por cierta temporada donde abundan las bodas en mi pueblo, y posiblemente en todo el país. Ese día se casaba la prima Antonia, la boda se celebraba en el centro de la ciudad. Las corraletas de la casa de mi abuela, tan populares en el pueblo, estaban listas, las carnitas ya estaban en el caso, el aroma a tocino era exquisito. Mientras todo eso ocurría, la pobre y olvidada Ramona estaba a punto de dar a luz, y nadie estaba dispuesto a perderse aquel acontecimiento histórico, por una puerca. Hasta que a la perspicaz de la abuela se le ocurrió dejar un encargado. El encargado, fui yo, y no estaba mal, de hecho me sentía feliz de realizar dicho encomienda, al fin y al cabo, que mi prima, la otra marrana, ni me caía bien.

Así entre fiesta y celebración llegó Lencho, tercer hijo de Ramona, la marrana. Un lechón rosadito de pelos de elote.

Por haber tenido éxito con el nacimiento de Lencho, mi abuela me premió. Mi labor consistiría en engordarlo, para cuando creciera venderlo por kilos, tarea que le encargaba a mis hermanos y primos, con tal de no andar espiando a las muchachas cuando se bañaban en el arroyo, que estaba justo a un lado de la casa de mi abuela. Bueno, no sé si eso lo hacían todos, pero el día que mi mamá me cachó espiando a Camelia, me llevé una chinga de aquellas, Camelia era una muchacha de 13 años, que en lugar de pechos, tenía un par de pequeños lunarcillos, mejor dicho, un par de piquetes de mosco. Aunque, yo los recuerdo hermosos, algún día le crecerían como nuestra antojada y heroica, Rosa Gloria Chagoyán, tan famosa por sus conmovedoras interpretaciones de Lola La Trailera, y como olvidar aquellas escenas, en donde la Gloria se pasaba el jabón por el cuello, para de ahí deslizarlo a sus exuberantes caderas. Nomás de acordarme, se me levanta el ánimo. En fin, regresando al tema, mi obligación era sencilla: engordar a Lencho. Salía de la escuela y lo primerito que hacía era pasar a los corrales con mi bote lleno de comida, les repartia a todos, pero las mayores raciones eran para Lencho. Su comida favorita, eran los pedazos de la torta de huevo con frijoles que me daba mi abuela, que las dejé de comer, a raíz de un estruendoso y sonoro pedo en medio de la clase de historia, justo al momento de estar exponiendo delante de todo el grupo. Desde ese fatídico día, no las comí más, hacía lo posible por cambiarlas por las de milanesa o jamón de alguno de mis compañeros, fue en vano. Como lo fueron las indirectas a mi abuela para que cambiara el menú, haciendo caso omiso a mis suplicas. Pero llegó Lencho, y las tortas de la abuela fueron valoradas, Lencho las devoraba con singular alegría y provecho, eso si, le provocaban los mismos problemas gástricos que a mi.

Cuando cumplí 12 años y entre a la secundaria, la UNI (las siglas no significan nada, es UNI por ser la única secundaria del pueblo) el buen Lencho llegó a sus primeros dos años de vida, y ya era todo un marranote, en cambio yo, era un niño bajito y delgado, parecido más a un niño somalí que a un niño frondoso de rancho, lo único de rancho era mi overol y mi cara de menonita. Eran momentos de suma alegría, recuerdo con emoción aquellos días en que me trepaba encima del puerco, el cual corría como caballo de pura sangre, y en 15 minutos estaba a la puerta de la escuela. Y no solo me llevaba a la escuela, Lencho disfrutaba enormemente ir al cine. En una ocasión en que nos trasladábamos al recinto cinematográfico (que en realidad era un salón de fiestas y reuniones con 50 sillas de plástico de cerveza corona y una dulcería en la entrada) a ver emocionados el estreno de la memorable película, “El Arracadas”, interpretada por el genial charro de Huentitlan, Vicente Fernández. Ese día, la abuela me puso a limpiar el corral justo a la mera hora, al llegar, la sala de cine estaba llena, a punto estaba de perderme a ver a uno de mis ídolos de la infancia, pero ya iba preparado, me fui con el overol menos viejo, mis votas de hule bien puestas, un bonito sombrero de rafia que mi madre me regaló, y el atractivo del pueblo, Lencho, que dicho sea de paso, iba bien bañadito, y yo montado feliz encima de él. Gracias a mi gordo amigo, conocido por todos, entré sin mayor problema, él también lo estaba, orgulloso movía el rabo de un lado a otro. Cuando llegaba el momento del intermedio en la película, Lencho sabía lo que tenia que hacer, guiado por el encendido general de las luces, el aroma que sé yo, salía con su parsimonioso paso hasta la dulcería, donde don Miguelito, el encargado del puesto, le amarraba alrededor de su grande cuello, una bolsa de palomitas, unos cacahuates garapiñados y mi agua gaseosa de sabor naranja, y para él lo que don Miguelito le regalara, delicado no era. Una vez que don Miguelito lo surtía, regresaba con la mercancía hasta el lugar que ocupábamos y continuábamos con la función. A mi las palomitas hasta la fecha, me producen terribles problemas gástricos, y antes de que algún accidente ocurriera, optaba por dárselas a Lencho, pero el cabrón tenía una admirable digestión, en cuestión de segundos, salían sórdidos ruidos acompañados de un olor solo comparable al de un muerto en descomposición, y muy a pesar de la popularidad de Lencho, sus problemas gástricos terminaban por estropear la función. Don Miguelito amablemente nos pedía que nos retiráramos, nos llevábamos algunas rechiflas, pero de ahí no pasaba, no voy a negar que me sonrojara un poco, pero a Lencho le valía madre. De regreso a la casa, le daba consejos a Lencho sobre como debía comportarse en público, pero en la siguiente función pasaba lo mismo, aun con todo, Lencho era un noble porcino.

No me quejaré de los años que pase felices al lado de mi marrano, que abarcaron una etapa entre finales de la secundaria y buena parte de la preparatoria, pero la compañía de Lencho, aunado a mi humilde vestimenta (las mismas botas negras de plástico y mi sombrero de rafia) en nada me beneficiaba para acercarme a la hermana menor de Camelia, Socorro, una chica que tenía la misma edad que yo, que dicho sea de paso, más fea que un crimen cometido a plena luz del día, ni por las múltiples invitaciones a comer tostadas de pata con salcita verde. Solo existíamos Lencho y yo.

Para cuando terminé la prepa, mi madre decidió hacer una fiesta para festejar al único hijo que dejaba el rancho para tener un mejor futuro. El agasajo se planeó en grande. Entre los invitados estaban el cura, el anciano de Don Refugio que era nuestro presidente municipal por quinta vez consecutiva, y acompañado de éste, su joven esposa, el boticario a quien conocíamos como don Boti, don Pedro, el empresario, el lechero, que medio mundo opinaba que teníamos un gran parecido, y uno que otro gorrón. El platillo, para variar, eran carnitas acompañadas de corteza de cerdo, en salsa esmeralda (chicharrón en salsa verde). La cena comenzó, los invitados tomaron sus lugares, y la plática giraba en torno a la gran hazaña, el joven dejaba el pueblo para lograr sus sueños y poner en alto el nombre da la familia. Don Refugio, hizo un brindis por el embarazo de Yolandita, su joven esposa, don Boti el boticario anuncio la próxima apertura de otra sucursal, Don Pedro también celebró por haber financiando la pavimentación de la avenida principal, mis hermanos pequeños jugaban, los grandecitos estaban espiando a las muchachas en el arroyo, se hicieron comentarios sobre los guisos, felicitaron a mi madre y a mi abuela por tan deliciosa comida, todos me daban palmaditas en el hombro y la espalda, “suerte muchacho” decían. Pero algo no me daba buena espina, le pregunté a mi madre, cual de todos los cerdos de la corraleta, había sido el elegido para coronar la celebración. Cuando el silencio reino en aquel comedor, el dulce y rico sabor de las carnitas, se convirtió en el peor de los sabores, como si me hubiera tragado 100 naranjas echadas a perder, un amargo sabor recorría mi garganta, no podía creer que aquel platillo tan suculento, era mi inseparable amigo, mi gordo, mi carismático puerco, mi noble porcino, el puerco más popular de toda La Piedad, ahí estaba él, destazado, desmembrado, descuartizado, frito y cocinado, todo para el maldito regocijo de unos cuantos gorrones y festejar una carrera que ni aún comenzaba.

Y así termino la vida de aquel pobre lechón, que lo recuerdo hasta hoy como mi mejor amigo y compañero. Que nació en medio de una celebración y murió siendo parte de otra. Paradojas de la vida.

10 de agosto de 2009

El día que no me despedí-



El día de los peces dorados.

El día que recuerdo, el arrojarte en un estanque de oro

Haber ido a visitarte,

El ser inoportuno.

Regrese a mi manicomimio; a dormir ocho horas.

Mis sueños siempre fueron en tu jardín.

Vivíamos con los perros, rodeados de peleas de ardillas.

En septiembre, todos corrían, dispersábamos el aire con hojas de elote.

Alguna vez el coyote no huyo Carmelita.. y nos hablo de la luz eterna.

Cuando las nietas hablaban y reían, tu reías Carmela.

Los cuconitos, el pavo y los patos han decidido no hacer ruido esta noche.

Hoy, miramos las estrellas, vemos a Saturno, a la charanda correr por la lluvia y nos hemos preguntado por tí, por la durmiente, por la lluvia, por el maíz, por el agua, por los pájaros y el arroz.

Adiós Carmelita.

4 de agosto de 2009

Los 3 amigos


Por: Salvador Munguía


Y ahí estábamos los tres, hartos de nosotros mismos, hartos y hastiados de vernos las caras a diario. Hartos y cansados de ir y venir y luego volver a ir y venir por estas malditas calles húmedas y empinadas, noche tras noche tras noche. Y ahí estábamos los tres, ayer, hartos y embriagados de licor de yerbas y de cerveza y de vinos tintos y de vinos blancos y de vinos de verano. Y ahí estábamos los tres, afuera de la “La Reixa” vomitando los licores de yerbas y los vinos tintos y los vinos blancos y los corajes y los rencores y las entrañas mientras una extraña mujer bailaba y se reía de nosotros. Y ahí estábamos los tres, con una daga en la mano, un tenedor y un cuchillo, dispuestos a clavarla en la panza, en la cabeza, en la yugular o en el ojo del otro y del otro, borrachos y muy atentos a cualquier indeciso movimiento. Y aquí estamos los tres, hoy, en otra ciudad, en otro lugar cualquiera, comiendo en paz, en silencio, respetándonos y tolerándonos, odiándonos y apreciándonos, con una daga, un tenedor y un cuchillo, siempre sujeto en una de las manos.