Incluso pasa con los viejos lobos del blues.
John Mayal, que para este verano ya cuenta con 76 primaveras, llegó a Santiago de Compostela con esa piel que confunde a los inocentes corderos. No es una estrella mediática, es más bien un tipo de culto, una leyenda viviente para los que verdaderamente conocen del género. Tal vez por ello se le vio, como si tal cosa, a la entrada del multiforo Fontes do Sar vendiendo sus discos, estampando la firma y en la pose para la foto del recuerdo. Actitud que jamás esperaríamos, por ejemplo, de un Eric Clapton, su contemporáneo y compañero de los primeros viajes, él sí perteneciente al actual star sistem.
A la cita se han reunido unos mil espectadores en un aforo que da para mucho más, y que por estos días luce con agenda llena, lo mismo con una noche metalera eclipsada por Slipknot que un festival encabezado por Def con Dos.
La mayoría de quienes acuden al concierto rebasan los 30 años; por ahí se miran a las parejas con jeans, chamarras de mezclilla y algunos, pocos, con la greña larga. Los menos son jovencitos que seguro han sido empujados por algún pariente, alguien que les quiere invitar a las raíces, a esas épocas sesenteras en que la Gran Bretaña encabezaba la invasión de casi todo. Y es que de la primera banda del maestro Mayall, The Bluesbreakers, surgirían proyectos como Fleetwood Mac y Cream, además de que a la postre descubriría a Mick Taylor, futuro Rolling Stone. Toda esa carga histórica en un solo lugar y con el protagonista encanecido, flaco y siempre sonriente.
Luego de un largo recital de la banda telonera, las luces se prenden, pero el maestro sigue vende que vende sus discos, sin inmutarse demasiado por el hecho de que ya le toque subir al escenario. Por fin alguien le avisa, así que se esfuma de su tiendita improvisada y las luces se apagan para recibirlo. Con los instrumentos dispuestos y bien calados, Mayall decide arribar en solitario, nada más con su armónica y su playera negra. Tres minutos de una improvisación contundente para entonces recibir a la banda que lo acompaña, casi de su edad, quienes tendrán tiempo de lucirse con guitarra, bajo, sintetizadores y batería.
Empieza entonces un breve recorrido por su larguísima leyenda discográfica, piezas tan azules como la iluminación del escenario, tan taciturnas como los adultos que no dejan de aplaudirle. La primera es sonar es You know that you love me, lo que marca el inicio de toda una noche dedicada casi por completo a las mujeres que hacen llorar a los hombres, y a las que los hacen gozar y a las que los hacen soñar.
Sus acompañantes no son cualquier cosa, ni mucho menos. El del teclado es carismático, elocuente; el baterista tiene la piel tan oscura como los callejones londinenses, mientras que en el bajo y la guitarra no hay nada qué reclamar, sino todo lo contrario. El conjunto muestra su lúdica armonía en Chicago line, para luego verse callejeros, vagos, con Oh, my life, cuyas líneas dicen todo por sí mismas: “…cuando lloro es por ti, nena, hago un blues para ti… cuando te amo, cariño, el mundo da vueltas…”
Y así pasan los minutos de relatos que rematan siempre con baby, honey o love, un catálogo de cartas abiertas, sinceras, de vena, con vísceras y mucho corazón. Poesía urbana acompañada por blues y algunos toques de rock and roll, booggie y tremendos solos en cada instrumento.
El viejo lobo no muestra ni un achaque; si acaso tiene apuntadas las letras por aquello de la memoria traicionera, pero, de ahí en fuera, explota toda su energía y no cesa ni con la guitarra, ni con la armónica ni con su propia voz convertida en instrumento adicional. Se despide con All your love y deja complacidos a los cientos de gallegos que se han dado cita en el moderno inmueble, donde por cierto las medidas se relajan y no objetan el consumo de tabaco y una que otra sustancia ilegal.
El blues y Jonh Mayall lo merecen.
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