6 de mayo de 2009

Crónica de una traición anunciada

Salvador Munguía

Esa mañana, Carlos, su hijo de 14 años, le ha preguntado, con voz baja, sereno, pero sin ocultar su desconcierto, qué diablos hacia él, su padre, en un sitio de red social, como el facebook. Eso no era el problema, el problema era que su padre posaba al lado de otra mujer, una mujer que obvio, no era su madre.
Sorprendido, volteó y vio fijamente los ojos de su vástago. Carlos no bajó la vista, al contrario, su mirada era retadora, valiente. Volvió la mirada, hubiera preferido no haber visto aquellos ojos de enojo, de odio, de reclamo del mayor de sus 2 hijos. No contestó nada. Lo primero que se le vino a la mente fue: “maldita perra”. Le dio el último apretón a su corbata y sin mediar palabra se largó. A la muy perra le advirtió que fuera muy discreta. Su condición de hombre casado y con hijos le obligaba a manejarse con cautela. Esta vez falló.

Llegó a su oficina a las 10 y efectivamente comprobó aquellas fotos que “subió” Lucía, (su amante tapatía de envidiables 23 años) como respuesta a la ruptura que habían tenido en días pasados. Aquellas fotos eran reveladoras: el fin de semana en Puerto Vallarta, ─por cierto en el departamento de Verónica, su esposa─, aquellos días que recorrieron todos los bares de Guadalajara, desde el mas “chic” hasta el más arrabal. Hurgando, encontró álbumes con distintos nombres, uno se titulaba: “Él y Yo en las Vegas”, se trataba de fotos de aquel inicio del 2009 en aquella vulgar ciudad. Otro lo tituló irónicamente: “De lo que te pierdes”, fotos que él tomó a su joven, moreno y magistral cuerpo, a sus medidas casi perfectas, fotos donde sobresalía aquel rostro angelical, reluciendo sus espectaculares ojos almendrados. Pero en cuanto vio el álbum titulado: “Lucía y el Sexo” (en referencia a una de las películas favoritas de Lucía) se le estremeció el esqueleto; ahí estaban sus cuerpos desnudos, no eran fotografías vulgares, ni mucho menos, se trataba de una colección de fotos de él y Lucía en posiciones eróticas, bien cuidadas, como si algún experto les hubiera hecho el favor: ella encima de él, él atrás de ella tapándole los pezones con las puntas de los dedos índices, los cuerpos desnudos de los dos reflejados en un espejo, ella espectacular, él dando lástima con esas lonjas vergonzosas. Rápidamente intentó comunicarse con Lucía. Fue inútil. Quiso llamar a Carlos, su hijo, pedirle que por favor no dijera nada, pero se sintió tan vil, que se arrepintió. ¿Cuánto tiempo pasaría para que Verónica viera las fotos? No dejaba de pensar en posibles excusas. Sabía que no bastarían las respuestas de siempre: “no es lo que crees”, “no soy yo”, “estás loca, es tu paranoia”, “déjame explicarte”. Tenía que tomar una decisión rápida: ¿Revelar la traición a Verónica? ¿Pedirle perdón? ¿Fingir llorar?

Le preocupaba sobre todo imaginar la opinión de los demás. No era capaz de sacudirse los malditos prejuicios. Toda su vida había caminado en un delgado peldaño de mentiras y farsas. Reflejaba una apariencia –casi– de ejemplo a seguir. Cargaba en todo su ser una responsabilidad que él mismo se forjó a lo pendejo: el mejor esposo. El mejor padre. El vecino cordial y amable. Y venían pensamientos incisivos: ¿Qué dirán sus suegros que lo apoyaron en todo? ¿Dejaría de ser el héroe para sus hijos? No podía imaginar a Verónica durmiendo sola, mientras el mundo estaba lleno de locos. ¿Quién los iba a proteger, si no él?….Y enseguida le venían imágenes de la mirada retadora de Carlitos, su hijo. Maldito que se cree. ¿Por qué no mandarlo todo al carajo?, ¿Por qué no tomarle la palabra a Lucía y dejar de una vez a su esposa? No era la primera vez que lo había pensado, tampoco la primera vez que engañaba a Verónica, ni mucho menos la única vez que se lo habían pedido. Pero en cuanto alguna de sus ex amantes pronunciaban las palabras, ─que por algún tiempo toda mujer amante se guarda en las entrañas─, aquellas palabras que lo único que lograban era arruinarlo todo: “si me quieres, déjala, vente conmigo”. No entendía cómo ellas querían ocupar el lugar de ella, su esposa, la engañada, la traicionada. ¿Acaso no corrían el mismo riesgo de infidelidad? De algo estaba seguro, muchas veces se lo repitió a Lucía: “No existe una relación más sincera que la que tengo contigo, sabes que estoy casado, que tengo un par de hijos encantadores, que adoro a mi esposa, pero a ti te amo, no te hace falta nada a mi lado, no te engaño con ninguna otra mujer. Bla, bla, bla, era un excelente orador.

Se fregaba las manos en la frente, intentando resolver su lamentable situación. Se reprochaba a sí mismo. No podía entender cómo era posible que justo ahora fuera a ser descubierto, si gran parte de su vida marital tuvo una doble vida, siempre al lado de alguna dama. No se trataba de descubrir el hilo negro, simplemente era práctico, su éxito era la sensatez hacia sus amantes, y la sagrada discreción. Nada de fotos, no mensajes de texto, no llamadas a su casa. Él ponía las reglas. Era un experto. Pero las caderas nuevas de Lucía lo aturdieron de más. Poco o nada le importaron las constantes amenazas de su joven amante en caso de no poseer todo para ella. Se distrajo. Olvidó las reglas. También maldijo a la tecnología. En otros tiempos jamás hubiera sido descubierto. Volvió a abrir su laptop, miró otra vez las fotos, aventó su portátil encabronadísimo. Rara vez fumaba, jamás en el trabajo. Encendió un cigarro, lo inhaló suavemente. Apagó su celular, pidió a su secretaria que no le fuera a pasar ninguna llamada. Quería tiempo para reflexionar. No tenía mucho. Pero no estaba dispuesto a seguir desperdiciándolo, le aterraba ser sorprendido e invadido con preguntas, y no tener una respuesta.

Le vino una a la cabeza. Saldría en el primer vuelo a Guadalajara, le llevaría un ostentoso regalo a Lucía, se inventaría un determinado tiempo para dejar a Verónica, su esposa, y claro, convencerla respetuosamente de borrar esas fotos. Antes le llamaría a Carlitos y le pediría discreción, más tarde le explicaría.

Cuando llegó a su casa, a las tres, justo a la hora de la comida, sabía que sólo Carlos, su hijo, era el único que conocía las fotos, las fotos que delataban su traición, su vileza. Lo volvió a comprobar por la mirada de resentimiento hacia él. Comieron en paz y ella preguntó lo de siempre: “¿Cómo te fue en el trabajo, mi amor?”, y el contestó mecánicamente, “Todo bien cariño, cómo te fue a ti”. Los hijos, o mejor dicho, el menor de ellos, hizo comentarios banales, “Oye papá, ¿ya supiste de la goleada de Bolivia a Argentina?”. Carlos era el único que no dijo nada. Lo volvió a ver fijamente. Le increpaba su traición con la mirada, lo retaba, le maldecía con sus vivos ojos negros. Aún no terminaban de comer el postre que Verónica había preparado, (un rico y frío arroz con leche) cuando se paró. Se dirigió a su cuarto conyugal, de un cajón sustrajo un objeto frío, que nunca había tenido –por fortuna– la necesidad de usar, un revólver Colt 45, de simple acción. Volvió a la mesa, ocupó el mismo lugar, terminó su postre, de su bolsillo sacó el moderno revólver, dijo con voz serena, melancólicamente serena: “Perdón, los he engañado a todos. Puso el revólver sobre su boca y el disparo fue sórdido, letal. Carlitos sintió un gran alivio por dentro.

No es cierto. Cuando a las tres llegó a su casa, justo a la hora de la comida, sabía que sólo Carlos, su hijo, era el único que conocía las fotos, las fotos que delataban su traición, su vileza. Lo volvió a comprobar por la mirada de resentimiento hacía él. Comieron en paz y ella preguntó lo de siempre: “¿Cómo te fue en el trabajo, mi amor?”, y él contestó mecánicamente, “Todo bien cariño, ¿cómo te fue a ti?”, los hijos, o mejor dicho, el menor de ellos, hizo comentarios banales, “Oye papá, ¿ya supiste que corrieron a Aguirre de la selección?”. Carlos era el único que no dijo nada. Lo volvió a ver fijamente. Le increpaba su traición con la mirada, lo retaba, le maldecía con sus vivos ojos negros. Aún no terminaban de comer el postre que Verónica había preparado, (un rico y frío arroz con leche) cuando se paró. Se dirigió a su cuarto conyugal, de un cajón sustrajo un objeto que nunca había tenido –por fortuna– la necesidad de usar, un revólver Colt 45, de simple acción. Volvió a la mesa, ocupó el mismo lugar, terminó su postre, de su bolsillo sacó el moderno revólver, el primer disparo lo hizo en el cuerpo de Javier, el menor, cerca de la ceja derecha, el segundo fue directo a la cabeza de Carlos, el mayor. Entre gritos e histeria, Verónica corrió con brazadas desesperadas hacia el cuerpo de él, la recibió con un disparo en el estómago. Posteriormente intentó hablar una vez más con Lucia. No fue posible. Dejó un mensaje de voz, dijo con voz serena, melancólicamente serena: “Lindas fotos, te voy a extrañar”.

Un último disparo sórdido y letal se proyectó en su boca.

(Este texto aparece en la última edición de la revista Reves, dedicado a Amantes, si vives en Morelia, búscala en puestos de revistas del centro, cafeterías Lilians y Europa, en la UDEM y en en la UNLA. En el interior del país la pueden encontrar en: librerías educal (aunque en palabras de su editor: "si llegan, con mucho retraso... se tardan un chingo, pero si llegan")

5 comentarios:

ZAI dijo...

ESTE TEXTO ME HIZO TENER PESADILLAS.... ¬¬

chava munguia dijo...

tu conciencia no esta tranquila morra, arrodilate y pide disculpas por tus pecados.

Thought trotter dijo...

Chale, tan cobarde pa vivir, tan valiente pa matar, y tan pendejo pa morir. ¿No es increíble que muchos -en verdad casi todos- los hombres sean así?

Moraleja: antes de hacer tu vida, imagina que la conocen todos...¿la harías igual?

salvador munguia dijo...

Es una buena pregunta, pero tal vez si, tal vez me arriesgaba. Que diablos! Gracias por tus comentarios.

Anónimo dijo...

buena historia.....le falto mas.. me kede kon ganas de seguir leyendo y asi tuviera el final pudiera ser otro.. pero aun asi me gusta!!!!
felicidades;D

a.t.t. adhara!!!