Me desperté más temprano de lo común, en la boca aún guardaba el sabor de aquel hombre con el que había tenido una eterna noche de pasión, la absurda energía concebida esa mañana tal vez se justificaba en unas tremendas ganas de volver a encontrarme en aquella estrecha cama en la que extrañamente y a pesar de su pequeñez había cabida para todo especie de experimentos eróticos.
Pero sabía que eso no podía pasar, aquel hombre había quedado a miles de kilómetros de mí y como resultado, aquel vigor tuvo que ser derrochado en un caldo de pollo. Sí, mi madre con tal sutileza acostumbraba dejarme recaditos sobre la mesa en los que invariablemente cambiaba mis planes y aniquilaba mi habilidad de improvisación, “Buenos días hija, en el refri está el pollo y las verduras, si tienes un tiempecito por favor haz un caldito porque hoy saldré tarde de trabajar. Te quiere, tu mami.” Traducción: “Haz de comer antes de irte a la escuela porque llegaré cansada del trabajo”, mi mamá odia cocinar y saber que, según ella, pierdo el tiempo leyendo a Bataille.
Escritas dichas palabras no había poder humano que las infringiera, y no era mi falta de avidez para cocinar, ni tampoco aborrecimiento, simplemente que la comida hecha por obligación no sabía igual.
Lavé el pollo con agua tibia y en contra de mi voluntad, su coloración amarillenta cambiaba rápidamente a un color rosáceo, los corazones eran más amables al tacto que las piernas y los muslos, mi razón no respondía a la idea de que aquellos retazos de vida habían formado parte de una matanza masiva, quizá más grande que el mismo Holocausto. Los corazones parecían que aún palpitaban, como el mío, aún estremecido por las sensaciones suscitadas hace apenas unas cuantas horas, mis pezones aún permanecían erectos.
Mientras aquellas piezas flotaban y hervían en la olla, empecé a lavar la verdura, zanahorias, calabazas, chayotes, y ejotes. Elegí primero las calabazas no sin antes sentir el aire frío que entraba por la ventana, literal, mi piel se me puso de gallina. Al aumentar la temperatura del agua el vidrio de la ventana comenzó a empañarse, en aquella forma oblicua de vapor escribí el nombre de él junto al mío, evocando la imagen de nosotros ante el espejo del baño de aquella habitación.
Continué con los ejotes, luego los chayotes y al último las zanahorias, largas, duras, irrompibles, cuando terminé de pelar y cortar todo en pequeños trozos, las deposité en la olla junto al pollo ya casi cocido, en un instante mi mente recordó aquella frase de Milan Kundera “La coquetería es una promesa de coito sin garantía”, lo que significaba que era la primera y la última vez que hacia el amor con aquel ser que había dejado en mí la amargura de un amor perdido. Mientras comí el caldo de pollo en compañía de mi madre y mis hermanos sentí que mi corazón dejo de latir, que mi cuerpo era mutilado al abandonar la poesía que viví al coquetearle a un desconocido que por obligación me hizo el amor y al que en contra de su voluntad obligué a que me llamase a la mañana siguiente, el teléfono nunca sonó.
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